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Secretos y mentiras familiares

Secretos y mentiras familiares

Es probable que no exista mayor abismo para el entendimiento humano que el de descifrar los secretos familiares construidos a base de relatos escasamente inocentes o de palabras que no se llevará el viento tan fácilmente como suele decirse, de mentiras o medias verdades. Es más que posible que no exista aprendizaje más difícil y con mayor coste personal que el de la convivencia diaria en esa pequeña tribu llamada familia en la que nacemos y desarrollamos nuestra frágil y humana condición. Humanidad capaz de mutar en inhumanidad en una atmósfera propicia al enfrentamiento.

En los menesteres familiares no cabe otra que la supervivencia en ese reducto que, más allá de nuestros sueños, es lo que es. Y es nada más, ni nada menos que nuestro pasaporte a la vida, nuestro jodido ?qué mal suena esto y de veras que lo siento? ADN social.

Sobre estas desventuras y las reacciones que provocan se mueven los personajes creados por Luis Landero (Alburquerque, 1948) en su última novela sutilmente titulada Lluvia fina. Landero nos sumerge, con su elegante fraseo y habilidad narrativa, en la finura de una lluvia simbólica de desolador contenido, en la permanente tensión entre el fondo y la forma, tanto de su escritura como de la condición humana; entre el cielo y el infierno familiares donde suelen campear la indiferencia, la perversión o el asesinato, anunciados ya en el bíblico relato del pecado original.

Gabriel, consentido hermano mayor de una familia mal avenida, que podía ser la nuestra, sostiene una interminable conversación (llamadas y mensajes de wasap) con sus hermanas Sonia y Andrea para convencerlas de la necesidad de reconciliación familiar tras toda una vida de imposible convivencia. El pretexto será una fiesta (una comida familiar) para celebrar el 80 cumpleaños de la madre€

Gabriel convierte a Aurora —con quién mantiene una duradera pero encallada relación—, neutral y equilibrada, en su involuntaria confidente. Aurora intentará disuadirle de un proyecto que considera inviable y peligroso para la estabilidad emocional de su familia pues «es la dueña» de sus relatos. La madre, figura cruel y autoritaria excepto para Gabriel, su hijo varón y para su yerno Horacio —casado con Sonia desde que era una niña—, basa su tiranía en la destrucción de la figura del padre mitificada por sus hijos en su esfuerzo por inculcarles la existencia de un mundo amable y una felicidad posible.

La «estampa formidable del Gran Pentapolín», personaje inventado por la fantasía paterna sobre la imagen pictórica de un anciano militar cargado de medallas y encontrado en el desván, como la de un glorioso antecesor. Este cuadro presidirá el salón cual icono del ideal bondadoso e ingenuo del padre, muy alejado la realidad de una madre de «corazón fatalista y hermético», una mujer trabajadora (dueña de una mercería, amén de pinchaculos) y que no ha llorado jamás.

El novelista, Premio de la Crítica y Nacional de Narrativa, entre otros galardones, traza un relato lúcido cuya intensidad irá en aumento. El mensaje viene envuelto en el magnetismo de su prosa, en la compleja sencillez de un estilo más próximo a la libertad creativa más individual que a cualquier otra propuesta más globalizante o más «transversal».

Los personajes de Landero en su Lluvia fina, nos relatan cosas reales e inventadas; nos arrastran a pensar de una determinada manera, componen perfiles ora agresivos, como el del misógino e inquietante Horacio, atrapado por el cinismo y la perversión sexual, ora amables pero llenos de recovecos. Persiste la idea de que las mentiras y los secretos campan a su antojo para que unas voluntades se impongan a otras, para «vigilar y castigar» a lo Foucault, a los débiles o disidentes, para detentar, sin ataduras morales, el poder; funciones que siguen vigentes y que se ejercen de manera natural, por los siglos de los siglos en el seno familiar.

Leer a Landero es como recorrer un río no exento de meandros. Nunca agradeceré bastante a la persona que me descubrió el placer de su lectura al prestarme Juegos de la edad tardía, creo recordar a principios de los años noventa del pasado siglo, y, es cierto, que me sometí a su influjo leyendo, entre otros, El guitarrista (2002), Retrato de un hombre inmaduro (2010), Absolución (2012)€ Tuve un subidón literario con El balcón en invierno (2014) y La vida negociable (2017). Calentón que aún perdura. No diría que Lluvia fina sea su mejor novela pero si la que me ha devuelto, por momentos, el gozo de leer a un maestro en el solitario arte de juntar palabras y administrarlas, tanto en la mesura como en el desenfreno.

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