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Para adictos a Montalbano

Camilleri renuncia a la narración en favor del diálogo en «El carrusel de las confusiones»

Para adictos a Montalbano

Se ha quedado ciego, fuma tres cajetillas diarias pero no para de dictar (ahora) libros. Andrea Camilleri nació en 1925 (no es errata) en una villa de la costa sur siciliana que desde hace unos años se llama Porto Empedocle Vigàta, al añadir a su antiguo nombre el muy sustantivo Vigàta en homenaje al escritor que creó tal espacio imaginario. En la comisaría de ese mítico lugar manda nuestro Salvo Montalbano, asistido por el faldero Mimí, el eficiente Fazio, por Gallo y el maravilloso recepcionista Catarella o Cataré, que confunde nombres, habla con endemoniada sintaxis, da portazos tan constantes como involuntarios y venera al comisario. Montalbano (nombre tributo a Manuel Vázquez Montalbán, quien fuera asimismo gran escritor y camarada de ideología política de Camilleri) está enamorado a distancia de Livia (que trabaja en el norte de la bota italiana), vive en orden gracias a los cuidados de su asistenta Adelí, no perdona los salmonetes del restaurante de Enzo... Conózcanlo y no tardarán en convertirse en adictos suyos. El éxito de Montalbano se ha extendido a la televisión y en ella se ven sus historias, muy bien contadas, inevitablemente incompletas. Aunque Camilleri escribió muchos otros libros, muchos de verdad, y trabajó en mil cosas relacionadas con el teatro y el cine, se negó a convertirse en un jubilado miraobras y se aprestó desde 1994 a la creación y desarrollo de los episodios que protagoniza Salvuzzo Montalbano. Lo hizo a partir de los 69 años (tampoco es errata), con La forma del agua. En estos días, aparece en español El carrusel de las confusiones, cuatro años después de haberlo hecho en Italia.

Lo advierte el autor en su nota final: «Este es uno de los poquísimos casos de Montalbano que no ha surgido de una crónica de sucesos». Unas cuantas desapariciones que parecen secuestros exprés, la sombra de la mafia, algunos notables de la localidad, los cuernos de costumbre y las venganzas que conllevan, asesinatos... hasta una pelea inicial en la que el comisario sale malparado. Pero debería advertirse asimismo que Camilleri ya ha renunciado casi por completo a la narración y a la descripción en favor del diálogo, acaso por los efectos del glaucoma y gracias a su oído prodigioso. De manera que en una nada se lee con grande gusto este carrusel donde nada es lo que parece (como de costumbre) y cuando todo apunta a un culpable resulta que... (espacio spoiler). Ironía, una filosofía vital del placer y la calma («Para el comer, como para el follar, no hay que pensar»); la curiosidad lógica de Cataré tras observar la cara tumefacta del comisario: «Dado que usía tiene un ojo morado, ¿de qué color ve las cosas? ¿Todas moradas?». Pleno Camilleri. Esos espontáneos chiflados que llaman a la policía para dar luz sobre algún caso, como el de la siguiente secuencia: «Quería decirle que esa mujer, que es una gran pecadora, una ramera de lo más vulgar, sufrirá el castigo que se merece entre las llamas del infierno... y tú, miserable pecador, también tendrás el mismo fin». El comisario pregunta quién es el que le está hablando, a lo que el orate responde: «El rey de la luz». Así que Salvo concluye: «Pues pásame al rey del gas, por favor, que he pagado una factura demasiado alta». Prosiguen clásicos como la suave enemistad con Bonetti-Alderighi, su superior, quien teme como al diablo a sus jefes y no hay cosa que más le preocupe que ascender en el escalafón. Prosigue la pactada enemistad con el forense Pasquano: «¿Qué coño quiere?», le pregunta el médico. Montalbano: «Dottore, siempre que nos vemos, su exquisita cortesía me conmueve hasta las lágrimas». Forense: «¿Qué desearía saber, querido y, por desgracia, algo envejecido amigo?» (lástima que el capítulo televisivo no las recoja). Es decir, sería una obra teatral si no fuera imposible de montar. Y, al final, esa mirada de Camilleri: ese las cosas son como son, tomémoslas con calma... pero resolvámoslas.

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