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Banderas y palabras

El otro día estaba pensando en banderas. Así, en general. No en las banderas concretas, sino en banderas. No pensaba en la bandera de España, ni en la de Francia, ni en la de Eslovenia, ni siquiera en la de Japón (que es mi favorita, porque no me parece una bandera, sino un concepto pintado, arte contemporáneo antes del arte contemporáneo, una idea inscrita sobre tela, la más sencilla, la más sugerente, algo difícil de conseguir tratándose de banderas; tampoco está mal la de Brasil, pero se les ha ido la mano con su leyenda de Ordem e Progresso, se han puesto estupendos, como les sucede, a poco que les dejes, a los brasileños, ya sea jugando al fútbol, bailando en cuanto suena la música, o cocinando, a todo le añaden un plátano y frijoles, un gambeteo de más, toneladas de purpurina y contoneos mil por las calles, de manera que su bandera, que podía estar muy bien con un poco más de sobriedad, se les ha aplatanado, frijoleado, carnavaleado hasta convertirse en un cartel, algo que no le debería ocurrir a una bandera).

Así que estaba yo el otro día pensando en eso. Me suele suceder -no sé muy bien cómo funcionan las cabezas, empezando por la mía- el verme pensando en objetos (en botellas rotas, en anillos depositados en los joyeros de las mujeres, en cajas de medicamentos, en envoltorios de plástico), y de los objetos paso a las ideas sobre los objetos, a las sugerencias que esos objetos despiertan en mí. No estoy seguro de si se trata de un proceder habitual, y si quiere decir algo o no esa manera en la que pienso. Lo dejo aquí anotado, porque a menudo me preocupa el sistema extravagante con el que reflexiono (y que es una extravagancia elevada al cuadro, porque pensar -es decir, reflexionar sobre lo que se piensa- es tan poco corriente, en verdad, como hablar una lengua muerta, o es precisamente eso: hablar una lengua muerta, una lengua de un solo hablante).

Lo más evidente es creer que las banderas son símbolos, y las evidencias constituyen un alimento básico universal, el trigo y el maíz de casi todos, el arroz de los pueblos, el aguardiente destilado con lo que sea que uno tenga a mano, ya sean pieles de patata o pedazos de ágave, hollejo de uva o granos de cebada, el caso es meterse evidencias en el cuerpo.

Pero lo cierto es que las banderas solo son símbolos desde un punto de vista secundario. Las banderas son, sobre todo, palabras, están hechas de discurso verbal, de retórica, de habladurías, de palabrería, de leyendas, de mitos y poemas, de cuentos y canciones. Lo que el viento agita, cuando se mueven las banderas, son vocales y consonantes puestas unas detrás de otras, para formar frases que forman al final una historia. No es que yo sea un hipocondríaco verbal (que lo soy), sino que constituye una verdad científica: se ondea una bandera y ya estamos hablando.

Por detrás de las banderas, por supuesto que hay una idea de la patria, porque las patrias, todas, no son otra cosa sino palabras reunidas para erigir eso que llamamos patria, sea lo que sea, y las ideas acerca de las cosas también son palabras, intuiciones que cobran cuerpo al fijarse en la escritura. Las banderas son un texto, sin necesidad de que lo aliñe un cocinero brasilero al son de la bossa nova, sin que se lea en ellas Ordem e Progresso. Parecen una tela que cuelga de un mástil, pero son páginas de una novela antigua, a ratos magnífica y a ratos pésima, por momentos gloriosa y por momentos insoportable, a menudo euforizante y a menudo deprimente, como somos nosotros. Siempre nos matamos por palabras. Sólo nos matamos por palabras.

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