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Fecha de caducidad

Fecha de caducidad

Acabo de enfadarme con mi tienda de óptica. Resulta que de la noche a la mañana mis gafas de sol graduadas han amanecido con unas misteriosas picaduras que me hacen ver el mundo más o menos jaspeado. He ido a averiguar a qué podía ser debido y la empleada del establecimiento me salta -con la mayor naturalidad, es una mujer encantadora-, ¡claro! es que las compró hace más de dos años y la garantía ha caducado. Pero, oiga -arguyo sorprendido- supongo que la garantía es para subsanar los defectos de fábrica, pero esto de que se estropee después de dos años, ¿no es un poco raro? En absoluto -me contesta terminante- ahora todos los cristales coloreados los hacen para dos años. Es el sino de nuestro tiempo. Los electrodomésticos de una joven pareja de amigos que acaba de montar su casa están calculados para cinco años: es una suerte porque en 2024 el chico, que suele llevar la ropa arrugada, a lo mejor hasta parece elegante gracias a la nueva secadora que tendrán que comprarse. Ella no tiene su aspecto desastrado porque le gusta vestir prendas baratas de prêt-à-porter y lo normal es que solo se las ponga media docena de veces antes de tirarlas: tampoco podría llevarlas mucho más, su caducidad es de una temporada.

Visto lo cual, no sé de qué se sorprenden cuando la empleada de la panadería les dice que a partir de mañana no les servirá el pan porque ya lleva seis meses y su puesto de trabajo es eventual. Y es que los trabajadores también tienen fecha de caducidad. O cuando les cambian de repente al profesor de su hija en la escuela, ese con el que tan bien se llevaba, porque resulta que hacía sustituciones y la titular que estaba de baja acaba de volver al centro tras dar a luz. A veces la caducidad afecta a un montón de personas a la vez: una conocida entidad bancaria se proponía despedir de golpe a 2.157 empleados, así por las buenas, y como finalmente el ERE quedará en unas mil, todos (menos el millar de afectados, supongo), tan contentos. Así que no solo se han vuelto caducas las cosas, también lo somos las personas. En el mundo literario e intelectual pasa lo mismo: antes se decía que no hay fama que cien años dure, pero ahora sospecho que el eco del trabajo de toda una vida no se sostiene más de un lustro. Vicky Baum, Pearl S. Buck, Maxence Van der Meersch, o nuestros José María Gironella, Francisco Umbral, hasta Camilo José Cela (por muy premio Nobel que fuese), he aquí autores que no faltaban en la estantería de ninguna casa de clase media en los sesenta y en los setenta. Búsquenlos ahora y verán.

Vivimos una verdadera cultura de lo efímero, ya no se valoran las cosas y las personas por su duración, sino por todo lo contrario. Aún recuerdo la pinta que tenía un compañero mío de colegio al que le habían adaptado un abrigo de su abuelo -¡de su abuelo!- a base de teñirlo de azul marino y volverlo del revés, más los cortes y reajustes necesarios. Nadie se sorprendía al verlo de esta guisa. En València y en las demás ciudades había toda una red de modistas especializadas en los llamados «arreglos». Ahora, todo y todos somos de usar y tirar. Zygmunt Bauman lo llamó la sociedad líquida, una sociedad caracterizada por la incertidumbre constante y por la precariedad. La paradoja es que en este contexto tan vulnerable han surgido nuevas apetencias, antaño pasajeras, que se consolidan con ansia de longevidad. Una de ellos es la vida: los humanos vivimos más que antes y tal vez por ello hemos llegado a creer que siempre seremos jóvenes y bellos invirtiendo un montón de dinero y de esfuerzo para apuntalarnos inútilmente. El otro es la información: antaño tenías que revolver en el trastero los viejos ejemplares del periódico para recordar una noticia, ahora con que metas una huella de la misma en Google la tendrás en el acto como si fueras omnisciente. O sea que por un lado nos prejubilan, y por otro no nos dejan envejecer. Dentro de poco tendremos a los niños de las guarderías apuntándose al IMSERSO.

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