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Y el verbo se hizo juego

Casi veinte años separan al Diccionario lacónico (Sequitur) de Miguel Catalán de otro libro suyo con el título de Diccionario de falsas creencias. Que un trabajo incluya una relación de conceptos ordenados alfabéticamente no lo convierte en diccionario. Los diccionarios de verdad se atienen a los significados que abona el uso, el empleo común, aunque contradigan el significado original. Las piruetas expresivas ni se aconsejan ni quizás se toleraran.

Este Diccionario lacónico, lo mismo que su antepasado dedicado a las falsas creencias, fue concebido y largamente gestado para placer del autor y sus lectores, pues en el prólogo confiesa, en ambos casos, que disfrutó lo suyo (y lo de otros), que no está nada mal que genios de la literatura y del pensamiento universales tengan el detalle de escribir por ti, y que siempre llega el momento de cerrar la partida porque hasta en el ajedrez los relojes tasan el tiempo. Son tiempos para cultivar el arte de la cita, ya lo dice Enrique Vila-Matas en Esta bruma insensata.

O sea que el Diccionario lacónico es juego, juego intelectual, dedicación lúdica, un adjetivo que ya no uso porque está siempre en boca de concejal ya que el Diccionario de falsas creencias puede considerarse otra cosa: el precedente de los diez tomos, por ahora, de la Seudología (es decir de un enciclopédico Tratado de lo Falso) que ha ido alumbrando Miguel Catalán, el último (o penúltimo), dedicado a La alianza del Trono y el Altar que, como bien saben, confluyen en el Registro de la Propiedad.

El profesor Catalán ya es el escritor a tiempo completo Miguel Catalán, lo que exige disponer de un catálogo de golosinas, talentos y gracias a disposición del respetable público y de las entidades por si tienen a bien soltar el óbolo. Catalán también publica breves ensayos sobre Kafka o La nada griega (nada menos), libritos editados, también por Sequitur, en pequeño formato y con el atractivo de una trufa de chocolate puro.

Pero volvamos al Diccionario lacónico que ve la luz casi al tiempo de la última reedición del Diccionario del diablo de Ambrose Bierce (Sexto piso), uno de los maestros de marear de Catalán en este mareado mundo.

Cuando se trata de ensartar una idea con voluntad de estilete, los humoristas llevan ventaja. Por eso en este diccionario aparecen con frecuencia Woody Allen (Masturbación: sexo con una persona realmente querida), José Luis Coll (Bacilar: no saber con qué bacilo quedarse), Jardiel Poncela u Oscar Wilde.

No deja de ser llamativo que en árabe y en alemán se le llame al jabalí «cerdo de monte» aunque la mejor definición es de Gómez de la Serna: «cerdo que defiende sus jamones».

Hay palabras provocativas, una invitación al atrevimiento, la licencia, el triple salto mortal. Por ejemplo, uno busca «Dios» y al final de una retahíla de conceptos que suelen referirse a atributos de la divinidad más que a la divinidad misma, se encuentra la maravillosa definición de León Molina: «políglota lacónico». En efecto nunca ha necesitado intérprete, pero tampoco puede decirse que haya hablado mucho.

Miguel Catalán no duda en incluirse en la nómina de la lexicografía libre y libertaria y de paso incluye a conocidos y colegas aunque, claro, no todo el mundo raye a la altura de Theodor W. Adorno (Alemán: alguien que no puede decir una mentira sin creérsela) o de este fenomenal vislumbre de Cyril Connolly (Infierno: lugar donde te obligar a oír todo lo que has dicho en vida). O estas definiciones a cargo de Friedrich Dürrenmatt (Lectura: esperanza de la escritura) o Jorge Luis Borges (Novela: desvarío laborioso).

Soy aficionado a los diccionarios y los compro a pares, no sé es autor bilingüe impunemente. Ahora tengo dos más, el uno fresco y el otro recuperado de mi vieja casa. Quevedo llamaba a la botica «armería de los doctores» y hay diccionarios que son eso: almacenes de género, botica de palabras, aunque el boticario hable de «formulas magistrales» y el usuario de la lengua no tenga ese atrevimiento ni aún después de haber compuesto un párrafo con varias oraciones subordinadas, respeto a la persona del verbo y perfecta concordancia de género y número. A fin de cuentas y como dijo el poeta W.H. Auden, la mejor guía crítica de la lectura es el placer.

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