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In memoriam Antonio Cabrera

Le gustaban los pájaros: observarlos, estudiarlos, pasear por el campo para asistir a sus apariciones. La afición ornitológica casaba muy bien con su temperamento, creo, porque los pájaros son bellas presencias súbitas que ni resultan huidizas ni se someten a la condición gregaria de los animales domésticos. Lo extraño de los pájaros -reflexionaba Antonio- es que nos permitan verlos, pudiendo ser tan esquivos como el más esquivo de los animales.

Por eso a Antonio siempre lo vi con algo, en su carácter, aprendido de sus queridos pájaros, con un punto aéreo que le hacía estar muy en el mundo, pero sin inmiscuirse en los asuntos del mundo que no le interesaban. No se me ocurre nada menos mundano que un pájaro, o Antonio Cabrera.

En sus extraordinarios poemas, la soledad voluntaria, la soledad reflexiva, la soledad creadora no constituye un ingrediente al que se cante por convencimiento estético, sino una condición esencial del poeta que canta, un don previo a la misma poesía. Sin embargo, a Antonio le gustaba citar a Nietzsche, para corregir esos temperamentos proclives a las mitologías solitarias: «La soledad es sólo para los locos».

Manuel Chaves Nogales le hacía decir a Juan Belmonte, en la biografía novelada que le dedicó al torero Sevillano, que se torea como se es. Se trata de una frase magnífica, portátil en las grandes ocasiones; pero no estoy seguro de que sea cierta. En el arte, a veces estamos a la altura de nuestras creaciones, y otras por debajo o por encima. No estoy seguro del todo de que escribamos tal y como somos.

Sin embargo, los grandes poemas de Antonio Cabrera, que no puedo leer, que no puedo admirar, apartándolos del cariño hacia el amigo, me han parecido siempre un destilado perfecto de su personalidad. El secreto de su emoción estriba en la dosificación perfecta, con cuentagotas, de la emoción. La clave de su deslumbrante universo verbal se halla en el rechazo consciente de todo elemento verbal que persiga los deslumbramientos. Antonio ha sido siempre un encendido contemplador de la exterioridad, pero sin ardores; un fervoroso cantor del mundo, pero sin descender jamás a las invocaciones de la fiebre. Toda esa elegancia en la mirada, en la interpretación sutil de la existencia, proviene de la sutileza elegante con que Antonio vivía, y que regalaba a todos aquellos que tuvimos la suerte de conocerlo y quererlo.

El pasado es el tiempo verbal que más nos duele, sobre todo si lo empleamos para hablar de los amigos que no están con nosotros. Nos consolamos del fue, dijo, vivió, mediante el uso, imperfecto, de formas como vivía, decía y era. Ahora bien, nuestra episódica comparecencia en el presente tiene mucho de milagro súbito. Un milagro que consiste en dejarnos ver, como los pájaros casuales. Como los necesarios pájaros.

Los poetas podrían ser animales tan esquivos como el más esquivo de los animales. Como el más esquivo de los hombres. Sin embargo, escogen personarse ante los ojos del mundo, para prodigar, como hizo Antonio cabrera, un poco de amor y belleza a todos los necesitados que quieran leerlos.

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