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Lógica deportiva

Las pasadas elecciones dobladas han terminado de asentar una cultura política muy peculiar: la del deporte. Antaño la palabra deportivo connotaba valores de «competitividad», «nobleza» y «fair play democrático». Ahora, solo queda el primero. Olvídense de los griegos como coartada: aunque inventaron la democracia y el deporte, casi podríamos decir que lo hicieron de manera independiente, algo así como Atenas frente a Esparta. Pericles nunca participó en unas Olimpiadas. La cultura político-deportiva actual conlleva todo un imaginario de supuestos implícitos, emociones mal contenidas y convenciones sociales que antaño resultaban impensables. Entre los supuestos subyacentes, el más importante es que al otro ya no se le considera como alguien empeñado en mejorar la vida de todos y con el que contrastamos opiniones, sino un adversario despreciable, cuando no un enemigo que hay que destruir. Por lo que respecta a las emociones, lo que las caracteriza en la vida política de ahora mismo es su visceralidad: se acabaron los tonos grises, tildados injustamente de pusilanimidad. Por eso, en el ágora han desaparecido las convenciones sociales de la cortesía parlamentaria y de todo lo que nos acerque a los valores de la democracia.

Desde luego no diré que este deterioro afecta en exclusiva a nuestro país: cuando uno ve gesticular a ciertos líderes europeos y, sobre todo (para algo tenía que servir eso de ser lingüista) cuando entiende más o menos lo que dicen en sus mítines y no depende por completo del intérprete, uno se echa a temblar. ¿De verdad son los políticos gente inteligente o se han convertido en chulos de barrio que están en plena gresca tabernaria? A nadie se le escapa la nefasta influencia de las «tertulias» (¿) audiovisuales en esta forma de proceder y, por tanto, la seria responsabilidad que han tenido los medios audiovisuales en el deterioro de la democracia. En España hay líderes que salieron precisamente de dicho ambiente y parece que van a volver a él en justo castigo a su confusión procedimental, a que tomaron el culo por las témporas.

Lo de España no es una excepción europea, pero aquí hemos elegido la lucha libre (nota bene: antes se llamaba así a lo que ahora, castizamente, llamamos wrestling) en vez del tenis o, incluso, del fútbol. El modelo tenis ya no existe en ninguna parte, ni siquiera en los míticos países nórdicos, donde algunos energúmenos están imponiendo el uso de las raquetas como garrotes. Pero, por lo menos, hasta ahora el modelo futbolístico predominaba con claridad. Esto quiere decir que los ritos y las buenas maneras llevaban a tomar posesión del acta de diputado con decoro y a no gritar ni quitarse la palabra unos a otros, de la misma manera que los futbolistas escuchan educadamente los himnos respectivos y los capitanes se dan la mano antes de empezar. Luego se juega con bravura, pero sin crueldad. Si pueden evitar provocar una lesión al contrario, los buenos futbolistas la evitan siempre. Así ocurría antes en los parlamentos españoles donde los diputados se criticaban, se acusaban de todo tipo de ineficiencias e irregularidades, pero procuraban no insultar al oponente. Ya no: la lógica deportiva (¿) luchalibrista se impone por doquier. Una sesión de lucha libre consiste en que dos individuos con muy mala pinta se están insultando antes incluso de subir al ring; en que mientras el árbitro les da instrucciones, los luchadores están saltándose las normas de tapadillo y luego siguen haciéndolo en cada momento del combate con toda suerte de golpes prohibidos; en que el público aúlla como un energúmeno. Las Cortes generales, la mayoría de los parlamentos autonómicos, miles de concejos municipales echarán a andar dentro de poco y, visto lo visto, parece que lo harán siguiendo la lógica del luchalibrismo. No resulta nada tranquilizador para los ciudadanos a los que, se lo aseguro, nos asquea este nuevo parlamentarismo que se han sacado de la manga. ¡Cuerpo a tierra!

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