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Tórrido verano

Tórrido verano

La vida de los autores de cómic es sinuosa e imprevisible. Quién le iba a decir a Pascal Rabaté, autor que comenzaba su carrera adaptando nada más y nada menos que a Tolstoi con su Íbicus, que llegaría a encontrarse trabajando con David Prudhomme, virtuoso del trazo que iniciaba su trabajo profesional junto a Patrick Cothias en Ninon Secrète, un «spin-off» de la famosa serie que el guionista firmara junto a Juillard, Las 7 vidas del Gavilán, uno de los clásicos más reconocibles de la BD histórica. El expresionismo radical de Rabaté casaba poco con el academicismo de Prudhomme, pero lo cierto es que las diferencias no fueron dificultad para que colaboraran en una poco conocida serie humorística, Les Mirobolantifiques Histoires de Petit Paul.

Cada uno siguió caminos diferentes, pero paradójicamente confluentes: mientras el primero apostaba por un costumbrismo de vitalista mensaje en Río Abajo (publicado en España por Norma Editorial), mostrando que existe vida más allá de la tercera edad y que el viaje de descubrimiento no tiene porqué ser una aventura reservada a los jóvenes; el segundo apostaba por el neorrealismo y una sensibilidad exquisita en Rebétiko, traduciendo la música en líneas que hablaban de esa intersección de culturas e historia que fue la Grecia de los años 30. Intereses comunes por una reflexión alrededor de los cotidiano que encontraron acertada comunión en su siguiente obra juntos, La virgen de plástico (Norma Editorial), desarrollando una corrosiva y vitriólica reflexión sobre la alienación mediática en un entorno rural a partir de un supuesto milagro de la Virgen -imposible no pensar en el Berlanga de Los jueves, milagro-.

Unos años después de este trabajo, la pareja vuelve a unirse para desarrollar una obra que conecta muy bien con ese costumbrismo campechano de acertada lucidez en ¡Vivan las vacas! (Barbara Fiore), perfecta lectura para acompañar este infernal inicio de la canícula veraniega que nos ha tocado vivir. Prudhomme y Rabaté recrean un relato que se inspira tanto en la estructura de las vidas cruzadas de Altman como en la coralidad festiva de El gran atasco de Luigi Comencini, con la que tiene no pocas coincidencias, trasladando el foco del abrasador asfalto de la autopista a la ardiente arena de la playa. A modo de cámara en continuo movimiento, en un inmenso e inacabable plano secuencia, las imágenes nos irán llevando por los diferentes especímenes de la particular fauna que habita la costa, en superpoblación de cuerpos que exhiben una paleta de cromatismo entre el blanco lechoso y el moreno torrefactado pasando por el rojo gambón. Por momentos, parece abandonar el costumbrismo de sombrilla y esterilla para adentrase en el documentalismo más ortodoxo al que solo le falta la voz de fondo de Rodriguez de la Fuente, pero quizás es tan solo que se acerca a una especie de vouyerismo inspirado en Tati que hace el retrato hiperrealista del colectivo playero tan hilarante como preocupante, porque, a fin de cuentas, las carcajadas son provocadas por un reflejo nada deformado de nuestra sociedad.

La desnudez de los cuerpos es, en cierta medida, exhibicionismo impúdico de las almas que conforman una sociedad que muestra sus miserias y vicios y, quizás, también alguna escasa virtud que salva el conjunto por escaso margen. Quizás se podría alegar en su defecto que los autores abusan del cliché y el estereotipo, pero basta con darse una vuelta por cualquier playa este fin de semana para descubrir estampas que reproducen a la perfección las viñetas de ¡Vivan las vacas! Y que desmontan cualquier objeción: Prudhomme y Rabaté reflejan la fauna playera con fidelidad. Y, por desgracia, nos retratan a todos.

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