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Que no decaiga

¡Ya está aquí el verano! Casi nadie tiene todavía vacaciones, pero ya nos despertamos saltando de la cama con optimismo, conscientes de que el corte estival está a la vuelta de la esquina y de que este año vamos a flipar como nunca. Mi caso, por ejemplo: ¿Qué puede hacer un profesor de Humanidades en verano? Pues dar algún que otro curso de ídem (idem = verano, ? Humanidades) en Santander, en el Escorial, en Donostia?; resignados a lo más casero, hasta en Morella o en Gandia. Delicioso: imagínense que tienen licencia para perorar sin tasa durante una hora al día ante un auditorio de alumn@s relajad@s que se han matriculado para ir a la playa, a ligar o a las dos cosas y que en realidad no les escuchan. Los alumnos del invierno son bastante pejigueros, siempre con esa manía de que cumplas los objetivos de la guía docente y demás zarandajas didácticas. Estos no. Como les da igual y se pasan la clase chateando, puedes dar tus opiniones sobre temas frívolos de los que ni sabes ni entiendes con absoluta tranquilidad, y aun con suficiencia. Luego, a comer tranquilamente el rancho (casi siempre bastante malo) con los coleguis mientras criticáis a los que no están presentes porque frecuentan otro curso. Por la tarde, siesta; por la noche, cena pantagruélica en la que te dejas lo que te pagan y algo más, seguida de abundantes libaciones hasta altas horas. Si así no se nos ocurre algo para arreglar el país y sus múltiples problemas, es que realmente este país no tiene remedio.

Yo creía que esto de los cursos era un privilegio de mi gremio, pero resulta que no. Ahora resulta que en verano hasta los niños tienen su curso. Me parece un cambio trascendental en el que no se ha reparado lo suficiente. Cuando yo era un crío la palabra vacaciones significaba, sobre todo, no tener que ir a la escuela. El último día de curso, con las notas, se abría un periodo esplendoroso consistente en levantarte tarde, jugar toda la mañana en la calle, comer, volver a jugar por la tarde, cenar, y quedarte jugando sin que los mayores te dijeran nada. ¿Nada más? Nada más: eso es todo, pero les aseguro que era el Todo. Si alguien nos hubiera propuesto que hiciéramos un curso extra, lo habríamos tenido por loco y nos habríamos negado rotundamente. Ahora sucede todo lo contrario. Los niños, que ya vienen haciendo cursos suplementarios del horario escolar durante el curso, son arrastrados en verano a un verdadero frenesí curricular: inglés, guitarra, taekwondo, ajedrez, ¿qué sé yo?, cualquier cosa con tal de que no se les ocurra jugar, sobre todo que no jueguen sin control adulto. Dicen que es para que no se aburran. Miren, los niños de verdad solo se aburren en clase cuando la falta de pericia de algún maestro es incapaz de encandilarlos. Fuera del aula, los niños no pueden aburrirse: si caen en la apatía y en el desinterés es que ya no son ni niños ni niñas, sino unos alevines de adulto profundamente desgraciados que van a ser triturados sin remedio por el implacable mundo que les espera. Lo curioso es que, aunque algunos padres los apuntan a cursos para que no les molesten, la mayoría lo hace con la mejor voluntad y con notable sacrificio económico, convencidos de que así los preparan para el futuro. ¿De verdad? ¿No sería mejor que aprendiesen a defraudar al fisco, a explotar a los obreros, a dar pelotazos inmobiliarios? Al fin y al cabo son las actividades que permiten triunfar a los adultos en nuestro país. No me extrañaría que dentro de poco todos los cursos de verano, los de los niños y los de los mayores, versasen sobre estos temas. Lo malo es que a los conferenciantes habituales ese giro oportunista nos pilla con el pie cambiado. Ya veo a las universidades prescindiendo de sus profesores habituales y contratando a los trileros del papel couché, a menos que nos reciclemos. Más vale prevenir que curar. A mí se me ocurre un curso práctico sobre la ley de la selva y en el que el buffet tradicional sea sustituido por prácticas de canibalismo. Que no decaiga.

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