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Ardores estivales

Ya llegó el verano y, entre las habituales alegrías periódicas que todos esperábamos, ha estallado el previsible horror estival que algunos nos temíamos. Me refiero a la repentina aparición de brotes de horterez entre la población, sobre todo masculina. Aquí un tipo con chancletas y no precisamente en la playa. Acá, otro con camiseta naranja de tirantes que entra muy serio en unos grandes almacenes orgulloso del bosque que muestran sus axilas. Acullá, la cabezota de un homínido con una gorrita imposible que brota de un cuello generosamente tatuado. No son rasgos exclusivos: chancletas, camiseta y gorrita pueden acumularse en un mismo individuo, que además luce pantalón corto para exhibir los pelos de las piernas. El calor, dirán, hemos superado todos los registros en este comienzo agobiante de julio. No lo creo: en el Sahara, en el Gobi, esas temperaturas de más de 40º son lo normal y se combaten tapando todo el cuerpo con un hábito adecuado, jamás descubriendo las partes vulnerables a la voracidad del sol. ¿Entonces qué? ¿Provocación contra el sistema? No me hagan reír: pero si el atrezzo lo vende el propio sistema. No le busquen tres pies al gato: se trata de vestirse de hortera aprovechando que es verano y estamos de vacaciones.

La cuestión es el porqué de este proceder y cómo afecta selectivamente a los varones mucho más que a las mujeres. Se las acusa de frivolidad, de ser esclavas de la moda, pero lo cierto es que se trata de una frivolidad individual, llevarán las prendas y los maquillajes más extravagantes que imaginarse pueda con tal de destacar entre las demás. Ellos, al contrario. Como si alguien hubiera dado una orden, de repente se visten todos igual de grotescos. Y, en efecto, lo de la orden tiene su miga porque a lo que más se parecen es a los legionarios romanos, solo que sin espada, a lo sumo con un bastón de selfie para inmortalizarse con esa pinta y que sus nietos puedan pasar veladas enteras riéndose de ellos. ¡Buena la armó Aznar cuando suprimió el servicio militar! ¿Aún no se han dado cuenta de que al personal masculino le va la marcha de la mili y de que le gusta desfilar detrás de alguna bandera? Macron lo ha entendido y está dando pasos timidísimos para volver a introducir la mili sub specie simulationis. Como en España todavía andamos a la greña por un quítame allá esas pajas autonómicas y pareceríamos el ejército de Pancho Villa, lo mejor será aprender de Don Emmanuel y dar un paso prudente, casi minimalista: volvamos a la corbata. Lo digo en el momento de mínima aceptación social del susodicho complemento. No es la primera vez que en mi mundo universitario me he encontrado con que, al personarse los miembros del tribunal de una tesis que presido, sorteo con la mirada a las mujeres (las «miembras», que diría aquel), siempre elegantísimas, y me encuentro con que los únicos encorbatados de la sala somos el doctorando y yo. Llámenme formalista, si quieren, pero me parece una desconsideración para un investigador que, acompañado de su familia y amigos, comparece tras cuatro años de trabajo a rendir cuentas públicamente de su esfuerzo. Tanto es así que guardo unas cuantas corbatas en mi despacho y alguna vez he tenido que prestárselas a compañeros de tribunal más jóvenes que yo. Tengo para mí que los culpables de la decadencia de la corbata son los políticos españoles. Los hay que nunca han llevado corbata en actos públicos, que parece que vienen de regar y bien que nos avergüenzan cuando salen en la tele rodeados de dignatarios extranjeros que los miran entre burlones y estupefactos. ¿Por qué no prueban a ir con chancletas, pantalón corto, gorrita, camiseta y € corbata. ¡Eso sí que sería promocionar la marca España! Por mi parte, colaboraría prestándoles mi colección de corbatas de emergencia. Total, como agosto no es lectivo, no las necesito hasta septiembre. A lo mejor, al verse todos con corbata, se piensan que pertenecen al mismo comedero y tenemos gobiernos de una santa vez.

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