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La prosa al fresco

Defiendo la tesis de que el lugar en donde se escribe también constituye una cuestión de estilo. ¿Cómo iba a ser de otra manera? No puede ser lo mismo escribir frente al mar, en una terraza en la que sopla una brisa beatífica y vemos mecerse, a lo lejos, veleros de velas blancas, que hacerlo en un sótano húmedo, sin luz, mientras contamos las cucarachas que corretean por las paredes. El paisaje es una variedad sintáctica, y la sintaxis es el fundamento del universo de la literatura.

Si me lo pudiese permitir, cultivaría con cierta excentricidad la mística del escenario; pero para hacerlo como es debido hay que tener mucho tiempo libre, o mucho dinero, o mucha disponibilidad sentimental (o, mejor aún, todo ello a la vez). Me gustaría pertenecer a ese club selecto de los que pueden viajar al otro lado del mundo, siempre que les apetece, para ambientarse, para pintar del natural, el cenáculo de aquellos que para contar una escena más o menos veneciana se hospedan un mes con vistas al Gran Canal y se hacen dar paseos nocturnos en góndola. El acto de documentarse, para estos pocos elegidos, representa una modalidad de la prestidigitación: cambian la Biblioteca Nacional por el Luxury Resort.

Y, claro está, eso se nota en la calidad de página, en el lustre de los adjetivos, en la dulzura con la que navegan las cláusulas del párrafo, en la melodía de fondo que acompaña al punto de vista, en la profundidad de la puntuación con la que el escritor respira en cada página, abriendo sus pulmones, como una diva en mitad de su aria conmovedora.

Siempre he estado convencido de que habría sido un excelente autor de éxito universal, que habría llevado muy bien el hecho de vender millones de ejemplares de todos mis libros, y que habría aprovechado con esmero las oportunidades que el azar me brindase. Como suele ser tradición entre los grandes novelistas de Jabugo, los de Cinco Jotas, tendría casas repartidas por el mundo, según el género que estuviese practicando: la villa lírica, la hacienda épica, el apartamento en el rascacielos para las cosas trágicas. Y la cabaña filosófica en mitad de la Selva Negra, por descontado.

Hasta la fecha, he sido un escritor de interiores, de despachos, de tener como paisaje único las estanterías repletas de libros, una suerte de paisaje neutro -me suelo consolar- que asoma a todas partes, porque una estantería atiborrada de libros representa lo mismo que un atlas: todas las posibilidades de viajar. Los escritores sin blanca nos consolamos mediante la soberbia geográfica de carácter abstracto.

Sin embargo, en los últimos tiempos, por motivos laborales, escribo mis artículos en una concurrida cafetería valenciana, en la esquina de Blasco Ibáñez con Ramón Gordillo, mientras los clientes desayunan tostadas con tomate, y empanadillas de verduras, y cafés con leche, y rodajas de piña. No es el Flore parisino, pero ni falta que le hace: al fin y al cabo no está uno para darse a los énfasis existencialistas.

Ahora bien, he notado que le sienta bien a mi prosa el barullo comercial, la pone de buen humor, le da el barniz de un día de mercado. Es la prosa aireada. La prosa al fresco.

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