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Concordias y discordias

Entiendo la literatura como un ejercicio lector; es decir, como el encuentro entre dos temperamentos: el de quien escribe y el de quien lee lo escrito. Este tropiezo temperamental existe en los dos momentos elementales y necesarios del proceso: la escritura y la lectura.

Entiendo la literatura como un ejercicio lector; es decir, como el encuentro entre dos temperamentos: el de quien escribe y el de quien lee lo escrito. Este tropiezo temperamental existe en los dos momentos elementales y necesarios del proceso: la escritura y la lectura.

Mientras escribimos, puede parecer que el lector está ausente, pero se trata tan sólo de una apariencia, no de un hecho real. Mientras escribimos, sometemos lo escrito, lo que va apareciendo en la escritura, el descubrimiento del texto, su alumbramiento, a la lectura de nuestro yo interior, el primer destinatario de lo escrito. El escritor que se lee a sí mismo durante la ejecución de su escritura trata de ser el mejor de los lectores posibles que habitan en él, no una suma -es imposible- de todos los lectores potenciales, ni un resumen, pero sí el lector ideal que vive en su interior, a pesar de la condescendencia que uno mismo guarda para sus creaciones, y a pesar de la dureza con que sea capaz de juzgarse. (La obra de un autor nos informa, claro está, de la clase de que escritor que ha llegado a ser, pero sobre todo, el tipo de lector en que ha sido capaz de convertirse ante sí mismo.)

Cuando leemos un libro, es obvio que sometemos nuestro conocimiento, nuestra sensibilidad y nuestra experiencia a una conversación mantenida con la experiencia, la sensibilidad y el conocimiento del autor que ha escrito el libro que leemos. Una conversación, dicho sea de paso, que no sólo contempla lo que se entiende por lo común como lectura, sino que podría contemplarse también como una escritura de segundo orden, porque todo lector -como es sabido- «escribe» la página que lee, la despierta de su sueño, como el músico despierta la partitura dormida; pero, además, reescribe esa página en su conciencia a medida que la lee, juzgándola, «corrigiéndola», apropiándosela mediante su carácter.

De ahí que la literatura -esa amalgama variable de actividad lectora y escritora- represente a mi modo de ver, a mi modo de leer y escribir, un bendito tropiezo entre temperamentos. Nos gustan en especial aquellos escritores en los que encontramos afinidades de todo género: afinidades verbales, afinidades con sus criaturas de ficción, afinidades con sus experiencias, afinidades de espíritu, afinidades con su humor. Nuestra galería privada de autores favoritos constituye el intento de confeccionarnos una suerte de familia literaria por encima del espacio y del tiempo: una familia en propiedad, sin los inconvenientes que suele llevar aparejados la familia propia.

Lo curioso del caso es que a menudo también entran a formar parte de esa extraña familia los temperamentos que, en principio, no deberían seducirnos, los caracteres a contramano de nuestra forma habitual de observar las cosas, la gente rara (que, por otra parte, es en buena medida la gente que forma parte de las familias, porque las familias suelen ser una acumulación de rarezas con vínculos de sangre). Lo curioso del caso es que la literatura -esa mezcla de lectores y escritores que se leen y escriben mutuamente a lo largo de la historia- también es un milagroso tropiezo entre temperamentos discordantes.

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