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El mensajero es el mensaje

El mensajero es el mensaje

Todavía nos expresamos con la discutible certeza de los lenguajes, desde las tinieblas que desprenden las aforismos de antiguos profetas o de modernos teóricos de la comunicación como Macluhan quién en 1964 afirmó que «el medio es el mensaje» e incluso el «masaje» de la comunicación ¿Se pasó Macluhan con su aserto? John Maxwell Coetzee (1940), gran escritor que recibió el Nobel de Literatura, traductor, crítico literario, etcétera, nacido en Ciudad del Cabo, en su última novela La muerte de Jesús, llega mucho más lejos y nos deja caer, que lo esencial del mensaje es el mensajero portador del verbo, de la palabra acerca de la verdad, de tal forma que Él mismo es el mensaje. ¿Puede ese mensajero ser acaso el inhóspito David, el personaje creado por Coetzee para su saga acerca de Jesús y, por ende, tal vez trasunto de aquel Cristo crucificado en aras de nuestra redención?

¿Revelación? ¿Revolución literaria? ¿Ganas de intimidar al lector o profunda reconversión de sus convicciones personales? Ninguna de las respuestas posibles parece satisfacer el interrogante que se abre tras la lectura de este libro singular. El texto está construido desde los límites del lenguaje; desde el meollo del diálogo, desde el contexto ambiental de David, que es, sin serlo, hijo de Samuel y de Inés. Pero, ¿quién es este David que por un lado ama a sus padres circunstanciales y por otro los excluye de su íntimo propósito por cumplir una misión que solo él conoce y que está más allá de su monótona vida familiar y social? ¿Quiénes son y qué representan esos supuestos padres? David, en los límites de una extraña melancolía vive sin vivir en su realidad vital; juega muy bien al futbol entre la chavalería de su barrio. Un buen día decide aceptar la oferta de un tal Julio Fabricante, director y educador del orfanato «Las Manos» para competir en su equipo de fútbol contra otros equipos y con esta fútil excusa abandona el hogar por el orfanato. Lo cierto es que se siente huérfano y no precisamente por falta de cariño. David no explica nada. Intuimos que necesita un público, un ambiente que le permita ser visto y convivir con otros para trasmitir su mensaje (si es que lo tiene) a otras gentes que puedan difundirlo.

Pronto destaca como futbolista, pero una lesión —tras una caída— le priva de todo movimiento. Queda atrapado en una extraña enfermedad que le lleva al hospital hasta su muerte donde, pese al buen trato, domina la sensación de estar sometido a insólitos experimentos mientras su salud se deteriora sin remedio. Sus «padres» siguen sus avatares con angustia pero nada pueden hacer€

Coetzee que no suele conceder entrevistas ni explicar a los medios el significado de sus propuestas, cree que el lector es libre de interpretar; que un libro tiene vida propia y que si no llega a interesar€ es un fracaso. Sin embargo, si que ha declarado que esta saga y sus personajes ofrecen un cierto «paralelismo con la vida de Jesús, que por otra parte no es el Jesús histórico».

Tras concluir la lectura de La muerte de Jesús, la —en mi opinión—sublime novela que cierra la saga compuesta por: La infancia de Jesús (2013) y Los días de Jesús en la escuela (2017), me queda cierta sensación de no saber que se propone Coetzee al seducirme con una prosa tan radicalmente despojada de ornamentos. En La infancia€ el llamado Jesús y su «padre» Simón atraviesan un océano y llegan a un país desconocido; cambian sus nombres y aprenden el español, la lengua mayoritaria que se habla en el lugar. Trabajan duramente como estibadores. Les rodean gentes que viven en absoluta indiferencia y, lo que es más inquietante, sin recuerdos. David y Simón buscan a su presunta madre. Cuando David (¿Jesús?) habita en Los días€ escolares se angustia por problemas de identidad y amistad€ Todo ello desemboca en la peripecia más que surreal de La muerte de Jesús (20199 en la que David abandona el mundo de los vivos sin que se constate ninguna resurrección posterior, si no es a través del recuerdo y los sentimientos de quienes le trataron. Sus cenizas recalan primero en un nicho y finalmente son trasladadas tras un «muro del orfanato que da a un rosedal».

Personajes más que inquietantes: el doctor Fabricante; Dimitri, ex convicto y, a la sazón, ordenanza del hospital; Samuel e Inés los padres postizos, el perro Bolíbar, la maestra Devito; el propio galimatías de David€ y su luminosa recurrencia a la figura de Don Quijote, inesperado contrapunto de algunas de ideas dirigidas a tanta humanidad irredenta. Coetzee influido sin duda por Kafka, Beckett, Auster y cinematográficamente por Pasolini (veasé, El evangelio según San Mateo de 1964) traza una visión interior con más sombras que luces a propósito de la divinidad de Jesús (¿David?) que habla de nuestras propias visiones y oscuridades.

Dimitri se pregunta: «¿Qué mundo sería este si todos aceptáramos el imperio de la razón?» «Un mundo muy, muy aburrido», le responden. No obstante, Coetzee escribe que a Dimitri, «le gustaría replicar: Tal vez sea aburrido pero mejor que un mundo sometido al imperio de las pasiones». ¡Uf!

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