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Cosmovistazos

Me habría gustado poseer un pensamiento propio original. Un pensamiento sistemático que diese respuesta a todas las cosas habidas y por haber: haber escrito una Metafísica de tomo y lomo, una Ética que tirara de espaldas, una Estética que dejase boquiabiertas a las generaciones. Quiero decir que me habría gustado ser filósofo a la manera monumental, con dos o tres intuiciones perturbadoras y rotundas, y un método que explicara la realidad mediante un discurso parecido a una máquina perfecta.

Me imagino que ese es el sueño de cualquier pensador: descifrar el universo, como decía Borges que, acaso, había logrado Schopenhauer. Y supongo también que es la fantasía de todos los lectores, o, al menos, de los lectores tal y como yo los imagino, criaturas que buscan la felicidad en las páginas que leen, y que aspiran a encontrar el libro que contenga la solución a todos los problemas, que disponga de todas las contestaciones ante todas nuestras dudas. El libro del conocimiento absoluto, las páginas doradas en donde esté cifrado el mensaje que todo lo explica. Un libro al que acudir para saber qué es la vida, para calmar nuestros terrores, para aprender a morir, para convertir el amor en nuestra sencilla naturaleza, para instalarnos en el tiempo como huéspedes agradecidos. Un libro para lo minúsculo y lo descomunal, para lo abstracto y lo concreto, para las horas solares del espíritu y para las noches oscuras del alma.

Me gustaría ser el dueño de una Cosmovisión que obrase ese género de milagros.

Pero me debo conformar con algo mucho más modesto. En lugar de ideas, tengo ocurrencias; es decir, lugares comunes e ideas aprendidas en los demás, que ocurren en mí, que se encarnan en mi cuerpo y se transforman en experiencia privada, hasta el extremo de hacerse pasar por propias.

En vez de una Cosmovisión, tengo centenares de cosmovistazos. Se trata, poco más o menos, de que, en lugar de poseer la piedra filosofal, y la ciencia de la Alquimia, dispongo de un botiquín con varios tubos aspirinas efervescentes. El cosmovistazo consiste en una pasajera convicción sin importancia ninguna, un destello que nos consuela durante el instante en que tarda en apagarse. Algunas veces, mis cosmovistazos adquieren cierta apariencia estructural que, mientras dura, se reviste de una pátina filosófica, o eso me parece a mí, su alfarero. Son mis cosmovistazos cosmovisionarios.

Por ejemplo, el cosmovistazo de que la cerveza, a mediodía, abre las puertas de la percepción, y la certidumbre de que por esas puertas se accede a vislumbrar una brizna del secreto, por lo menos cuando la espuma se encuentra en lo alto del vaso y nos la llevamos a los labios para dar el primer trago del día, ese trago beatífico que concede a las cosas un aura de verdad.

Ya sé que son poca cosa mis cosmovistazos, incluso los más atrevidos (mis cosmovistazos cosmovisionarios); pero lo cierto es que me resultan útiles, me sacan de mis apuros cognoscitivos, por así llamarlos, en alguna ocasión.

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