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Redada en el gueto de Roma

Giacomo Debenedetti trae a la memoria, en una estremecedora crónica, el trágico episodio de la deportación judía

Redada en el gueto de Roma

Cuando los viejos con el formulario de oraciones (tefilín) sobre las rodillas recitaban las plegarias y las madres encendían las linternas sabáticas entre el bullicio de los niños, pasadas las cinco de la madrugada del sábado 16 de octubre de 1943, un centenar de soldados alemanes derribaron las puertas de las casas del gueto romano con las culatas de sus fusiles, ante la sorpresa de los desprevenidos habitantes. Era el tercer día de la Sucot o fiesta de los Tabernáculos, que conmemora los cuarenta años de travesía del desierto del Sinaí tras la liberación de Egipto, siguiendo a Moisés. Aterrados, frotándose los ojos, los judíos pensaron al principio que se trataba de una incursión en busca de jóvenes. Pronto, sin embargo, aún atónitos, se dieron cuenta de que los alemanes querían a todos. Incluso mujeres enfermas, viejas, lisiadas, con hijos al cuello o embarazadas. Al mismo tiempo, otros doscientos soldados rastrearon a los judíos que vivían fuera del gueto, casa por casa. A las dos de la tarde, la redada había terminado. El botín humano consistió en unas 1.250 personas, entre ellas más de la mitad mujeres y dos centenares de niños. Algunos de los retenidos fueron liberados de inmediato y el número se redujo a poco más de un millar.

Los soldados informaron que el grupo sería enviado a Alemania: los hombres a trabajar y las mujeres a cuidar de ellos. Durante la redada distribuyeron una «tranquilizadora» hoja de instrucciones en dos idiomas. Se les permitiría portar una maleta y les aconsejaban llevar todo el dinero posible, comida para ocho días, tarjetas de racionamiento y documento de identidad. También les recomendaban cerrar la puerta de la casa con llave y traerla consigo. Dos días después, desde la estación de Tiburtina, hacinados en grupos de cincuenta y en 18 vagones de ganado, los judíos fueron enviados a Auschwitz. Este episodio romano de la tragedia del Holocausto no es del todo desconocido. En 1961, Carlo Lizzani rodó una película, L'oro di Roma, con Jean Sorel y Anna Maria Ferrero. ¿Por qué ese título? El mayor Herbert Kappler, jefe la policía de ocupación, les había prometido seguridad a cambio de cincuenta kilos de oro que la comunidad pagó poco antes de producirse la redada. Jamás llegaron a imaginarse que los alemanes podían faltar a su palabra, eran conscientes de su ferocidad y del odio nazi, así todo pensaban que no mentían, que eran personas de honor y, por ese motivo, hicieron caso omiso de las advertencias de una pobre y desaliñada empleada doméstica que les avisó de la existencia de una lista con los nombres de los deportados.

El primero en escribir sobre ello, en 1944, fue el crítico literario Giacomo Debenedetti. La crónica titulada 16 de octubre de 1943, elogiada por Umberto Saba, se convirtió enseguida en un clásico y fue reeditada ocho veces con prefacios de Ottavio Cecchi y Alberto Moravia, y un epílogo de Natalia Ginzburg. Giacomino -Debenedetti era pequeño- escapó por casualidad advertido por un estanquero - «profesor no vaya a casa los alemanes están haciendo una redada»- que lo escondió en la habitación de atrás de su vivienda. Él sí creyó más al estanquero que a los nazis. «En contra de la opinión generalizada -escribió- los judíos no son desconfiados. Mejor dicho: son cautelosos y astutos para las cosas pequeñas; pero crédulos y desastrosamente ingenuos para las grandes». Las Afueras acaba de publicar 16 de octubre de 1943, junto con Ocho judíos, una segunda pieza breve magistral en la que el autor explora el papel de la víctima a propósito de otro suceso trágico, la masacre de las Fosas Ardeatinas, donde los alemanes asesinaron a 335 civiles como represalia de un ataque partisano. Mataron diez italianos por soldado muerto.

Conmueve el rigor de Debenedetti. En vida no obtuvo el reconocimiento que merecía como el mayor especialista italiano en la novela del XX y mejor ensayista crítico de la centuria pasada. Cultísimo, se formó en el ambiente antifascista gobettiano liberal de principios del siglo pasado y solo a título póstumo se fue publicando su obra. Murió desesperado en 1967, relegado en la universidad, y según la tradición judía fue envuelto en la sábana donde había nacido y sobre su cabeza le colocaron un talit, el chal de la oración que utilizaban los ancianos del gueto de Roma el día en que los separaron de sus propias vidas.

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