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Una muestra con magia

Un efecto óptico digno de los sesenta en los que el ser humano viajó por primera vez al espacio

Una muestra con magia

Los años sesenta del pasado siglo fueron tiempos de revueltas. La lucha por la igualdad de las mujeres y la aparición del término feminista, las manifestaciones por los derechos de los negros norteamericanos con Luther King a la cabeza de los más pacíficos y Malcom X dirigiendo a los más radicales, el movimiento hippie, la revolución cubana, la píldora, la Revolución Cultural china de Mao, la guerra de Vietnam y, casi cerrando la década, las revueltas de estudiantes en París. Incluso la Iglesia, con el Concilio Vaticano II proponiendo su adaptación a los tiempos y a las demandas de la sociedad de entonces supuso también una cierta convulsión en sus sólidos cimientos. Tras la última guerra mundial y una posguerra consagrada a solidificar sobre todo las democracias europeas y norteamericana parece que la sociedad necesitaba ir más allá, más allá de unos derechos que se quedaban cortos, más allá de un sistema político y social que solo beneficiaba a unos pocos colectivos en detrimento de muchos otros. De España, ni hablamos. En ese contexto tan ajetreado de Asia a América, pasando por Europa, Cuba o norte de África surgió, sorprendentemente, un estilo que se construía sobre el silencio y la austeridad, como queriendo pasar desapercibido. En medio de aquella agitación que afectaba a casi medio mundo, el Minimalismo trató de introducir una cierta quietud.

La artista valenciana Carmen Ortiz Blanco lo ha reinterpretado a la perfección. Es sintomático que en estos tiempos en que se pueden escuchar voxiferios cuestionando significativos avances sociales que surgieron por vez primera en aquellos años sesenta, si bien tan solo logrados con la llegada del siglo XXI, la artista necesite comunicarse a través del sosiego. «Gnomon», título de esta muestra, recrea en el cubo blanco que es The Blink Project una serie de estructuras aceradas, blancas, impolutas que, o bien surgen sorpresivamente de los muros, o bien quedan enraizadas sobre el suelo en un logrado intento de ordenar el espacio.

El blanco de las piezas en el interior de la blanca sala, las líneas rectas, depuradas y perfectas, la frialdad de estas figuras tridimensionales que podrían denominarse esculturas, si bien a los minimalistas no acaba de encajar tal acepción; la luz, blanca también, resaltando las sombras o, como explica el crítico Carlos Delgado, «una luz que reactiva el blanco y modula las sombras», añadida a la supresión de cualquier elemento decorativo, acaban por proporcionar un universo que a muchos puede parecerles frío, distante incluso. Sin embargo, sin negar esa frialdad, constatamos que este buscado orden estructural proporciona en el espectador sensación de seguridad

Aquí cada objeto inclinado, cada gnomon, proyecta su propia sombra, determinando así, a pequeña escala, tiempos y espacios indisolublemente ligados. Desde esa estructura vertical, esbelta e infinita casi escondida en una esquina, a la abierta y contundente plancha de hierro dominando y, a la vez, fundiéndose con la galería e interpelando al visitante a que se acerque y la rodee.

La magia de la muestra y asimismo mérito de las amplias y transparentes cristaleras de la galería deviene cuando la noche empieza a caer y las estructuras «salen» fuera de esos cuatro muros para hacerse eco en plena calle.

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