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Nombrecitos

No hay nada más indicativo de la especificidad de una cultura que los nombres propios de las personas: Ainara («golondrina») es un nombre vasco de mujer, aunque no siempre sus portadoras sean conscientes de su significado, incluso cuando se trata de euskaldunes. Tampoco su colega masculino Haritz («roble») suele reparar en lo que quiere decir su patronímico. Del lado valenciano-catalán pasa lo mismo con Mireia o Lluc y del lado gallego con Catuxa («inmaculada») o Bieito («bendito»). Últimamente uno se tropieza con muchos nombres de este tipo, sin duda porque las normas de obligado cumplimiento dictadas por el régimen franquista obligaban a elegir nombres castellanos para el registro civil. Más tarde, quien se puso tiquismiquis fue la iglesia, que no aceptaba nombres extranjeros en el bautismo: Jennifer, Siegfried, Paulette, Igor no aparecían en la lista de mis compañeros de clase. A veces, el estado y la iglesia se ponían de acuerdo y vetaban ciertos nombres por rojos y paganos a la vez, así que resultaba imposible llamar Lenin a tu retoño, algo habitual en muchos países latinoamericanos donde hay hasta un presidente de tal nombre; tampoco era raro politizar los patronímicos durante la II República española, conozco a una señora que se llama Libertad. Algo hemos ganado, ya no resulta imprescindible que tu nombre sea políticamente correcto: ¿quién iba a imaginar que el partido progre tendría como capitostes a un Templos y a una Ojeador y como ideólogo a un Hucha. En cambio, los nombres de origen inglés, alemán, francés, ruso o italiano pueden considerarse extranjeros, si bien desde el punto de vista de la cultura reconocemos con facilidad su origen y son tan de casa como si los hubiéramos parido: las Vanessas de hace unos años representan un homenaje a Vanessa Redgrave, las Amelias proceden sin duda de la película Amélie, los Dantes, del poeta de la Divina Commedia.

Sin embargo, empiezo a pensar que nos estamos pasando un pelín. En las últimas fiestas tuve contacto con muchos padres y madres jóvenes que me enseñaron las fotos de sus hijos: esta es Ares, me decían, y yo pensaba en el dios de la guerra, aunque luego resultó que era una virgen de la Val d'Àneu. Mira que fuerte está Aldous, me señalaban, y a mí se me iba la mente tras el escritor Aldous Huxley, el de la novela Happy new world (1932), pero resulta que a ese pobre niño lo habían bautizado pensando en Aldous Harding, el de la canción alternativa Imagining my man (2017). Quiero decir con esto que en las culturas tradicionales el nombre importaba mucho, pero ahora lo hemos frivolizado, como casi todo. Antes los niños recibían los nombres de sus parientes y esto representaba una especie de documento de identidad cultural. Otra costumbre muy común era recibir el nombre del santo del día del nacimiento, lo cual visibilizaba la efeméride. Ahora todo esto se ha acabado. Los progenitores juegan con el nombre de los hijos, entran en alguna de las numerosas páginas web que ofrecen repertorios de nombres y entresacan el que les suena mejor. No me parece serio, es una falta de consideración con los críos que dicen adorar. Por la misma razón podrían acudir a cualquier otra lista. Por ejemplo a la de los elementos químicos: ¿a quién no le gustaría que lo conocieran como Potasio Gómez Menéndez? O al listín telefónico: ¿a que mola llamarse 963983362 Pérez García? En otras épocas los padres te transmitían lo que podían, te daban estudios y hasta algo en herencia, aunque tuvieras que llamarte Onofre o Filomena. Ahora no, ahora ya solo te dan un nombre, que a lo mejor te tocará las narices cuando crezcas y pienses por ti mism@. Incluso puede suceder que no sepas pronunciarlo: ¿cuántos Boris saben que en ruso su nombre suena «barís»? Me imagino a las Vanessas y a los Boris del 2030 haciendo cola en el registro para que les cambien el patronímico por Dolores y por José. ¡Resulta tan entrañable que los coleguis te llamen Lola y Pepe!

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