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Una del oeste como las de entonces

Francisco Serrano teje una trepidante historia que renueva el western clásico

Una del oeste como las de entonces

«Al leer, la sensación de encontrarse en una época pasada era muy patente debido a que el estilo no se hacía notar, como todo buen estilo cuando cumple su propósito». Lo dice Robert Stone -el autor de esa obra maestra que es Dog soldiers- en el prólogo a Warlock, de Oakley Hall. En las pantallas de nuestro cine, esa novela se tituló El hombre de las pistolas de oro. Una novela del Oeste. Como las que llenaron mi adolescencia lectora cuando en muchas casas como la mía no había libros y las «novelitas de a duro», llamadas también de kiosco, nos mostraban un camino que ya no se torcería nunca hacia la literatura más imprescindible. Los nombres que nunca se van de mi memoria: Silver Kane, Keith Luger, George H. White. Alf Regaldie, Edward Goodman, Peter Debry, Curtis Garland y tantos otros que alumbraron la inocencia lectora de mis primeros años.

Ese buen estilo para meternos desde la primera línea en el paisaje del western es la imagen de marca de una novela sorprendente que se titula En la costa desaparecida. La ha escrito Francisco Serrano y publicado, en una cuidadísima edición, Episkaia, una de esas pequeñas casas editoriales que están salvando la cara del oficio frente a la calculada guerra fría entre los dos bloques que son Planeta y Random House. Decía antes que es una novela sorprendente porque no es habitual -al revés, es extrañísimo- que ahora mismo pueda leer una de esas novelas en que están basadas las grandes películas del Oeste que llenaron mi infancia en el cine de Gestalgar que ya no existe, como se ha ido borrando casi todo en los desérticos territorios de la despoblación. Un forastero llega a Copperkreek. El cortejo fúnebre que acompaña al recién asesinado sheriff Richard James Hooper. Su viuda, con el rostro cubierto por el velo negro del misterio. El pasado que se oculta -aunque entonces todavía lo ignoremos- bajo la gasa del dolor. El forastero «Eugene Fletcher, conocido como Sonny, asesino de al menos nueve hombres, tahúr profesional, antiguo miembro de la banda de Chuck Kerrigan», hacía tres meses que se había fugado del penal de Yuma.

Posiblemente lo más relevante del western sea el paisaje. Por donde antes se paseaban los lagartos gigantes y un mar océano ocupaba los desiertos, cabalgan ahora en plan salvaje los caballos y en las orillas del río Cobre se asientan ranchos como el de Clara Hooper, la viuda del sheriff asesinado, protagonista de una historia que será como esas muñecas rusas que a cada capa van desvelando sus secretos. Esa mujer capaz de plantar cara a los de la banda con la ayuda de Andew Velt y Horace Curtis, que fueron los ayudantes de su marido en el cumplimento de la ley. Igual en ese Curtis haya un nada velado homenaje a ese gran Donald Curtis -llamado también Curtis Garland- en aquellas «novelitas» de hace setenta años.

No faltan -en la repleta nómina de personajes a ratos shakesperianos- ese Welsh que, en la casi absoluta invisibilidad, escribe la historia al paso que sucede, como aquel Bob Dylan en Pat Garrett y Billy the Kid de Sam Peckinpah. Ni un F. K. Mansfield, autor de Los bandidos enamorados, el libro que irá de un sitio a otro como un equipaje tan preciado como el oro que buscan los de Chuck Kerrigan, con el saldo incontable de cadáveres en el violento itinerario de esa búsqueda. Ya dije, al empezar, que la referencia más próxima de esta excelente novela llegada por sorpresa es Warlock. Pero hay muchas más. Y, sobre todo, lo que hay es ese fantástico tributo -para mí conmovedor- a aquellas viejas novelitas del Oeste que me empujaron a no parar de leer desde que era un crío y los libros eran, en la casa de mis padres, como aquellos maravillosos dinosaurios que ya habían desaparecido de la tierra hacía millones de años.

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