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El pueblo contra la democracia

La democracia se está desconsolidando

El pueblo contra la democracia

Desde el amanecer del pensamiento político, la cuestión de «quien deba gobernar» ha sido objeto de debate y polémica recurrentes. Desde el siglo XX la pregunta ha ido teniendo una única respuesta casi universalmente aceptada: debe gobernar el pueblo. Lo que ya no está tan claro es la legitimidad que tiene el pueblo para rechazar su soberanía. Pasó con las elecciones en las que ganó Hitler. La lección se aprendió, porque, después de la II Guerra Mundial, se consolidaron las democracias liberales. Y el ámbito académico ha ido corroborado el prestigio de un modelo que, en el peor de los casos, se le ha considerado como el menos malo de los sistemas. Las únicas discusiones, a veces de gran calado, ha sido sobre los modelos de democracia (elitista, participativa, deliberativa, etc.), pero sin perjuicio del reconocimiento de su legitimidad.

Desde la crisis del 2008, se está poniendo en duda este sistema. Ni siquiera los neoconservadores de los 80 dudaron del mismo, aun poniendo en solfa los males que produce un exceso de democracia. No faltan los motivos para dichas dudas que se unen a un cambio de pensamiento y, me temo, de ciclo: el aumento de la desigualdad; la corrupción política, o el eslogan «no nos representan» que se manifestaba en el movimiento del 15 M, son algunos de ellos. El resultado ha sido una desafección de la ciudadanía. Pero, en vez de abstención, en los últimos años esa percepción se ha traducido en votos a los denominados partidos populistas, generalmente con el apellido de ultraderecha. Y esa es precisamente la base del libro El pueblo contra la democracia, de Yascha Mounk.

Un magnífico ensayo que explica, con claridad periodística, pero sin perder el fondo, esta situación. Y la primera constatación de Mounk es que muchos ciudadanos llevan tiempo desilusionados con la política, y, además, se sienten impacientes, enfadados, desdeñosos incluso. Un resultado evidente fue la elección de Donald Trump para la Casa Blanca, la manifestación más llamativa, según Mounk, de la crisis de la democracia. Lo preocupante es la mentalidad de muchos de los votantes abiertos cada vez más a alternativas autoritarias, o el ascenso de lo que se denominan «democracias iliberales». Dicho esto, no puedo olvidar el mal ejemplo que viene de Oriente y que aboga por el «bienestar sin democracia»; o dicho en palabras de Mounk, «derechos sin democracia». La cuestión es que los populistas, como dice Mounk, no están dispuestos a admitir que el mundo real es complejo y las soluciones no son tan simplistas como prometen.

A partir de estas premisas, el autor hace un análisis pormenorizado de las causas de que el populismo ya forme parte del establishment. No faltan, en las mismas, consideraciones como la aparición de ideas extremas que rompen consensos ya asimilados; las redes; el miedo al futuro, o la necesidad de identidad en un mundo globalizado. Pero, más allá de esta, generalmente, acertada sintomatología, la audacia del libro es que se proponen algunos remedios: tomarse en serio el arreglo de los desajustes económicos; la renovación del Estado de bienestar; la necesidad de una fe cívica o el regreso de la confianza política, son algunos. Además, el director del Instituto Tony Blair para el Cambio Global, hace hincapié en una disputa electoral donde el adversario se convierte en un enemigo. Esto último es más importante de lo que parece, porque es la propia política, con su electoralismo continuo (la estrategia por encima de ideologías), un elemento que ha ayudado a que se erosione el sentido de la democracia. Y dejar de tener sentido es lo peor que le puede ocurrir a la democracia. O pensar, como dice Adela Cortina, que ya la hemos conquistado.

Un libro, pues, muy recomendable, didáctico, y que habla de manera lúcida (a veces con algún «grato» tono ingenuo) sobre lo que está pasando. No son fáciles las soluciones, pero es bueno que se oigan voces que alienten tanto para comprender el fenómeno (los populismos no han caído del cielo), así como ofrecer razones para salvar la imperfecta democracia liberal. Con acento socialdemócrata, añado.

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