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El veneno del racismo

Las grietas que ha provocado la xenofobia en Estados Unidos han quedado fijadas industria de Hollywood con películas de los perfiles ideológicos más dispares

El veneno del racismo

Sorprende comprobar, a tenor de los sucesos que han incendiado las calles de muchas ciudades estadounidenses desde la muerte por asfixia del afroamericano George Floyd en Minneapolis, que el racismo vuelve a mostrar su aspecto más turbador con señales que revelan la pervivencia de esta execrable lacra estructural que arrastra la democracia representativa más antigua del planeta, al tiempo que reflejan las profundas grietas de un sistema político incapaz de arrancar de raíz el veneno de la xenofobia, que continúa fluyendo a borbotones por las arterias de una sociedad profundamente dividida y estigmatizada por hechos históricos.

Sea como fuere, la Constitución federal norteamericana, cuya fundación tuvo lugar el 17 de septiembre de 1787 en Filadelfia y que, desde su implementación, se convertiría en modelo universal de eficacia, rigor y ecuanimidad, no ha podido erradicar el odio atávico hacia las «razas inferiores» que contribuyó a desatar, entre otros cataclismos, una de las guerras civiles más cruentas, inútiles y devastadoras del siglo XIX, así como uno de los genocidios de indígenas más devastadores de la historia.

En un país sembrado de contradicciones históricas tan deshonrosas y brutales personalidades de la ejemplaridad, pongamos por caso, de Franklin D. Roosevelt, Abraham Lincoln, Philip Roth, Stanley Kubrick, Martin Luther King, Arthur Miller, John Cage, William Faulkner, Edgar Alan Poe, Eleanor Roosevelt, Lillian Hellman, Edward R. Murrow, Tennesse Williams o Noam Chomsky, se sitúan frente a personalidades tan tristemente célebres, reaccionarias y atizadoras de la intolerancia y el rencor como Joseph McCarthy, Ronald Reagan, Richard Nixon, Steve Banon, George Armstrong Custer, J. Edgar Hoover, William H. Hays, David Duke, Sarah Palin o Donald Trump.

Dos visiones disímiles y profundamente contradictorias de los EE UU que, en el curso de la historia, han ido marcando el paso a una sociedad profundamente quebrada por dos ideas de país difícilmente conciliables: la de quienes viven instalados continuamente en el mantra argumental de un glorioso pasado, los que sueñan con una América supremacista, aguerrida y maniquea y los que siguen al compás del progreso, lejos de cualquier división de orden racial, sexual o territorial. Ambas, sin embargo, han convivido juntas durante más de dos siglos.

Pues bien, en el amplísimo muestrario de producciones cinematográficas que han abordado este turbio asunto hay una que, por variados motivos, ocupa un lugar preferencial, aunque solo fuera por ser la película precursora por antonomasia del género o por la incuestionable calidad artística que la adorna. Se trata de El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915), una de las obras fundamentales del gran David W. Griffith, maestro del cine mudo e inventor de no pocos de los mejores hallazgos visuales de la historia del cine, que generó uno de los escándalos políticos más sonados de la época, sobre todo porque su estreno en Los Ángeles se produjo en medio de un contexto marcado por la inmediata intervención del Ejército norteamericano en una guerra de imprevisibles resultados que se libraba a miles de kilómetros del país.

En el panfleto que Griffith había redactado para defender su película ante la avalancha de invectivas que recibió desde los sectores más liberales de la sociedad estadounidense por el ambiguo retrato que hace del papel que representó el Klu Klux Klan durante la Guerra de Secesión y el consiguiente papel subsidiario que ejerció la comunidad negra en aquel conflicto decía: «la intolerancia es la raíz de todas las censuras. La intolerancia martirizó a Juana de Arco. La intolerancia inventó a las brujas de Salem», declaraciones que, en cualquier caso, no le eximían del trato cuasi encomiástico que le dispensaba a la histórica organización racista.

El odio racial también planea de forma implacable sobre la majestuosa puesta en escena de Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1962), la obra maestra de Robert Mulligan, inspirada en la mítica novela homónima de Harper Lee, que muestra la fe y la entereza moral de Atticus Finch (Gregory Peck), un abogado encargado de la defensa de un hombre negro (Brock Peters) acusado de violar a una joven blanca en medio de una pequeña población sureña durante los años de la Gran Depresión. La convicción de Finch de que se trata de un caso plagado de falsos testimonios le anima a proseguir con el juicio hasta desvelar la identidad del verdadero culpable. Ganadora de tres Oscars, incluido el de mejor actor para Peck, la película ahonda como pocas en el cine estadounidense en los imperturbables prejuicios que configuran el comportamiento racista en áreas marginales.

Inspirada en sucesos reales acaecidos en el año 1964 en un pequeño pueblo del estado de Mississippi, Arde Mississippi (Mississippi Burning, 1988), de Alan Parker, describe las andanzas de dos agentes del FBI en su abierto propósito por descubrir la misteriosa muerte de tres activistas defensores de los derechos humanos asesinados, según señalan todos los indicios, por varios miembros destacados de la cúpula del Ku Klux Klan. La película, ganadora del Oscar a la Mejor Fotografía e interpretada por Gene Hackman, Willem Dafoe y Frances McDormand, muestra la forma con la que se retroalimenta el sentimiento xenófobo en medio de una población hermética y obsesionada con imponer el supremacismo blanco en todos los órdenes de la vida. Lejos de los habituales malabarismos formales a los que tan adepto fue durante sus primeros años de carrera, Parker se muestra insospechadamente sobrio, centrando todo su interés en la elaboración de un relato lineal, aunque de una intensidad emocional inusitada.

En Imitación a la vida (Imitation of Life, 1959), el cineasta germano estadounidense Douglas Sirk, exiliado del nazismo y sumo sacerdote del melodrama desde sus lejanas colaboraciones con la UFA en el Berlín de entreguerras, describe el drama social que rodea a Annie Johnson (Juanita Moore), una mujer negra y su hija mestiza (Susan Kohner) en un ambiente poco favorable a la convivencia interracial donde una espléndida Lana Turner, encarnando a una actriz teatral en ascenso, se ve envuelta, a su pesar, en un clima de desafección provocado por su cercanía personal con Annie, a la que ha convertido en su asistenta doméstica. Basada, al igual que la versión dirigida en 1934 por John M. Stahl, en la novela homónima de Fannie Hurst, Imitación a la vida desvela con mano firme el profundo arraigo del sentimiento racista en la burguesía neoyorquina bienpensante y las consiguientes crisis que este sentimiento provoca en el entorno familiar.

Otro título imprescindible para entender las razones profundas que provocan la animadversión sistemática hacia el diferente es, sin duda alguna, Gran Torino (2008), la reaparición como actor de Clint Eastwood tras cuatro años exclusivamente consagrado a su trabajo de director. Una obra de corte confesional, ácida y excepcionalmente emotiva en la que el veterano cineasta da rienda suelta a su agudeza volviendo sobre el controvertido prototipo de antihéroe expeditivo, misógino y xenófobo que personificó durante una parte importante de su carrera y que, ahora, en la recta final de su trayectoria, retoma, con una intención autoparódica, en un intento por rendir cuentas ante su extensa pléyade de admiradores y ante sí mismo sobre ciertas posiciones ideológicas que han alimentado siempre la polémica en torno a actitudes ultraconservadoras y, en el peor de los casos, la descalificación, muchas veces superficial y precipitada, de su obra cinematográfica.

En el calor de la noche (In the Heat of the Night, 1967), de Norman Jewison, ganadora de cinco Oscars, incluido el de mejor película, se inscribe en el modelo de cine liberal que tanto proliferó en el Hollywood de los sesenta y setenta con títulos como La jauría humana (The Chase, 1966), El detective (The Detective, 1968), El graduado (The Graduate, 1967), de Mike Nichols, El nadador (The swimmer, 1968), de Frank Perry, La última película (The Last Picture Show, 1971), de Peter Bogdanovich, o MASH (1970), de Robert Altman. Un cine claramente innovador que dinamitó todos los patrones de producción impuestos por los grandes estudios a cambio de fagocitar una drástica reoxigenación del medio con miradas mucho más críticas y objetivas sobre la realidad circundante. Arropada por un formidable reparto, encabezado por Sidney Poitier, Rod Steiger y Warren Oates, los cambios generacionales se perciben con especial claridad en la película de Jewison, gracias en gran medida al enfoque desmitificador con el que se afrontan los conflictos raciales en una época asediada por la violencia segregacionista y por los asesinatos selectivos de algunos de los líderes antirracistas más respetados de aquellos años.

Hasta el controvertido Quentin Tarantino, autor de algunos de los thrillers más polémicos de los últimos años, se dejó tentar por el asunto en 2012 con Django desencadenado (Django Unchained), un western perpetrado con ánimos nada contemporizadores por el indomable cerebro de este maverick del cine contemporáneo en el que vuelca toda su desbocada imaginería para contarnos una historia cuajada de violencia en la que los negros asumen un protagonismo absolutamente inédito hasta ahora en los anales del género. Django (Jamie Foxx), un esclavo negro que, bajo la promesa de alcanzar su libertad, se une a un veterano cazarrecompensas (Christoph Waltz) empeñado en acabar con el poder de Calvin Candie (Leonardo DiCaprio), el despiadado traficante de esclavos que retiene a la esposa de Django contra su voluntad, desata toda la furia acumulada durante años de esclavitud contra el infame terrateniente y su temible banda de sicarios.

12 años de esclavitud (Twelve Years a Slave, 2013), el soberbio drama racial de Steve McQueen -sí, así se llama este excelente realizador negro- inspirado en hechos reales acaecidos durante los años previos a la Guerra Civil de EE.UU y distinguida con tres Oscars de la Academia, es, posiblemente, el tratado histórico más fiel, equilibrado y complejo que ha ofrecido nunca el cine sobre la etapa final del régimen de esclavitud al que estuvo sometido el pueblo afroamericano durante más de dos siglos. La historia del desdichado Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor), el hombre negro libre al que secuestran y vuelven a convertir en esclavo, constituye la expresión más elocuente de un mundo subsumido en dos únicas e infranqueables categorías: la de los que ostentan el poder omnímodo y la de los que lo sufren sin la menor tregua. Una de las cumbres cinematográficas de la pasada década a la que siempre estaremos dispuestos a escalar como prueba de nuestra más rendida admiración por una obra de arte sin paliativos.

En 1967, en plena pandemia segregacionista, Stanley Kramer aporta su propio grano de arena a la causa antirracista con la comedia, mucho más vitriólica de lo que parece, Adivina quién viene esta noche (Guess Who's Coming to Dinner), basada en un excelente guion original de William Rose y con Spencer Tracy, Katharine Hepburn y Sidney Poitier como protagonistas. Y aunque contada en clave de sitcom, se trata sin duda de una obra mayor donde se cuestionan las ambigüedades de ciertos comportamientos liberales ante temas que aún escocían en la América de los sesenta en el momento de afrontar prejuicios sociales que creías suficientemente superados. John Prince (Sidney Poitier), un joven médico negro aparece en el hogar de sus futuros suegros (Katharine Hepburn y Spencer Tracy) con Joanna (Katharine Houghton), su joven prometida, para ultimar los trámites de la boda, situación que les produce, especialmente a Tracy, una sensación preocupante pues se ven incapaces de contemplar la situación con naturalidad.

Durante la década de los ochenta Hollywood fue especialmente pródigo en películas que abordaban, sin vacilaciones ni titubeos, los conflictos raciales y casi siempre con un solo propósito: hacer visible una de las fisuras sociales que más contribuyó a erosionar la convivencia democrática de aquel país durante décadas. Hoy estos temas, que desgraciadamente han vuelto al primer plano de la actualidad tras la llegada al poder de Donald Trump, el caudillo protofascista que hoy ocupa la Casa Blanca, se abordan también, aunque desde un prisma más histórico que de crónica de urgencia, la crispación social que reinaba en aquellos años en muchas capitales estadounidenses a consecuencia de los violentos enfrentamientos interraciales que inflamaron el odio racista y la violencia sectaria a los sectores más conservadores de la nación. Spike Lee, a quien debemos experiencias cinematográficas tan intensas y testimoniales como Camellos (Clockers, 1995), Fiebre salvaje (Jungle Fever, 1991), Malcolm X (Malcolm X, 1992) o la espléndida Infiltrados en el KKKlan (BlackKKKlansman, 2018), fue uno de los motores esenciales que provocó el arranque de aquel popular género cuya inspiración fue la propia calle, los conflictos que palpitan en las zonas más deprimidas de las grandes concentraciones urbanas, las contiendas entre bandas rivales, las cruentas disputas familiares, la violencia estructural, la complicidad de las propias fuerzas del orden en la perpetuación de los problemas y, sobre todo, las diferencias abismales que dividían a los ciudadanos, dependiendo del tono de su piel o de su mayor o menor cercanía con quienes mueven los hilos del poder.

En Haz lo que debas (Do The Right Thing, 1989), posiblemente su mejor trabajo, Lee no se limita a denunciar un sistema que pavimenta con su inmovilismo el camino hacia la segregación y la sinrazón, sino que va mucho más allá en su propósito de exteriorizar las enormes contradicciones de una sociedad que mientras pregona fervientemente sus principios regeneradores hace oídos sordos a una realidad que neutraliza cualquier tentativa de erradicación del odio racista que va creciendo exponencialmente en sus entrañas.

Por eso, en su segunda media hora y cuando la trama alcanza su pico más alto, la película va perdiendo su estatus de comedia con el que arranca para transformarse rápidamente, y sin mediar transición alguna, en un testimonio desgarrador sobre la marginación y sobre la impotencia frente a un drama social que seguirá vigente mientras persistan mensajes tan perturbadores como los que se arrojan, día tras día, desde el entorno político más cercano al presidente.

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