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Las tripas del Apocalipsis

Eleanor Coppola descubre en un diario peculiar una película mítica que seguiremos viendo

Las tripas del Apocalipsis

El cine fue, es y esperemos siga siéndolo, pese al sucio trabajo contra salas de proyección de la pandemia generada por la Covid-19, una droga social de lo más dura. Ilya Ehrenburg escribió en los sesenta del pasado siglo que Hollywood (Meca del cine y primer gran plató mundial) era, por antonomasia «La [gran] fábrica de sueños». Denominación sencilla y compleja, de enjundia global, donde se imbrican importantes intereses económicos y políticos para encandilar a las masas. El cine (películas, series, spots publicitarios, documentales, etc.), educa o deseduca; concilia o enfrenta; crea, sin duda, adicción. Y la adicción engendra comportamientos.

Nos embebernos en las películas o nos ponernos en su contra pero la imagen en acción siempre seduce y si no que se lo pregunten a los publicitarios y a quienes les pagan para que, en sus atractivos spots nos 'vendan' desde lo más exquisito a lo más abominable. Lo que desconocemos los aficionados es el cine por dentro, sus tripas. Y parte de esto es lo que nos descubre Eleanor Coppola en un diario peculiar acerca de una película mítica que hemos visto y seguiremos viendo. El que Notas a Apocalypse Now. Crónica de un rodaje maldito, figure entre nuestras posibilidades de lectura se lo debemos a la editora valenciana Barlin Libros que ha diseñado un volumen dotado de olor (soy de los que huelen lo libros) y presencia, convincentes.

Eleanor Coppola, diseñadora y cineasta, ofrece un retrato de los 'bajos fondos' de aquel rodaje que se extendió entre 1976 y 1978 plagado de miserias, alegrías y desencantos familiares que estuvieron a punto de hacer quebrar el matrimonio Coppola cuando ella se atrevió a «poner limites» a los «conflictos emocionales», económicos etc., de su marido inmerso en la locura de un rodaje interminable. Lo escrito por la Coppola al tiempo que filmaba -a petición de él- un corto-documental sobre diversos avatares del rodaje, no se limita a lo cotidiano, a presentarnos postales de las Filipinas o del valle de Napa en California -una de las residencias Coppola, donde se acabó el trabajo-. El texto ambientado en poblaciones como Baler o Iba (luego Pagsanjan y otras) con frecuentes idas y venidas a Manila, la capital, por el aporte de una visión desde dentro con suficiente carga crítica resulta desmitificadora, enriqueciendo el conocimiento que del cine y sus claves internas tenemos, si bien no desvela el origen o las fuentes con las que se tejieron esas claves. Se habla de reuniones y participantes; de fiestas de placer y trabajo o al revés. La lectura puede resultar rutinaria tanto como pueda serlo la de un libro de viajes; de golpe un suceso o referencia apasionante, una toma de postura que nos pilla desprevenidos. Este tipo de situaciones se mide por impresiones personales de la autora, anfitriona de muchas de ellas. Entre tanto cineasta y sus banalidades se lamenta, por ejemplo, de la desatención que, sin pretenderlo, tuvo con Bob Dylan quién invitado a una celebración tuvo que disputar a los niños el espacio para sentarse, quedando aislado€ Dylan se despidió a mitad del evento y a ella le quedó la sombra de su falta de cortesía.

Lo que aflora de manera permanente es la tensión acumulada por comprometer los millones de dólares necesarios para la producción, en contraste, apunta la autora, con la facilidad con la que se obtenía el dinero para hacer una película sobre la Segunda Guerra Mundial o, las trabas para disponer de los helicópteros necesarios para filmar los ataques a las aldeas vietnamitas que se han grabado en nuestra retina a través de la chulesca fanfarronería de Robert Duval (magnífico en su papel) y la música de Wagner o The Doors; pájaros de acero que tuvieron que pedirse prestados al ejército filipino. Acuerdo frágil, pues en las islas se libraban combates reales entre las fuerzas que sostenían a la «dictadura conyugal» de Ferdinand e Imelda Marcos y los guerrilleros locales. A menudo los pilotos abandonaban el combate virtual para atender muy lejos del plató, recreado en Baler, el conflicto real€

Estaban también los problemas de las estrellas: Marlon Brando se presentó gordo y sin conocer el guion; fascinante y fascinado por representar el complejo papel de coronel Kurz; los caprichos de Boby Duval o las angustias de Martin Sheen quién, en trance de ascenso, sufrió un infarto y, sobre todo, el estado de ansiedad y estrés del propio Coppola por compaginar su perfeccionismo y ambiciones, sin límite, con el dinero disponible; por mantener la cohesión de los equipos de rodaje, italianos, francés y americano; por aprovechar lo mejor de técnicos, extras y personal eventual; por gestionar conflictos diplomáticos, etc. Un infernal maremágnum que se inicio en marzo de 1976 con el viaje de nueve personas a las islas Filipinas (Francis y Eleanor, sus tres hijos, una niñera, el sobrino Marc, un ama de llaves y el proyeccionista del director. La isla de Luzón en las lejanas Filipinas con sus selvas y puertos naturales ofrecía las mejores opciones económicas y paisajísticas para establecer construir y emplazar platós. Allí se haría el más espectacular despliegue de efectos especiales de la historia del cine hasta ese momento... Un desafío tras otro.

La ocasión, además, para mi, de releer El corazón de las tinieblas y de admirar una vez más el talento de Conrad y el de Coppola por trasladarlo a Filipinas/Vietnam.

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