«Fariña» ha sido mucho más que la mejor serie de la historia de la televisión española: ha sido sobre todo el anuncio de que los creadores de series y las audiencias de nuestro país están ya preparados para abordar con madurez y potencia los grandes asuntos de nuestra historia reciente. Hasta ahora era sorprendente contemplar la seriedad y la claridad con la que se elabora la historia en series extranjeras como «The Crown» (UK) o «The Newsroom» (USA) -o la misma «Narcos», claro- mientras que en España cualquier intento de meter la realidad histórica como protagonista en la televisión no conseguía despegarse medio pelo de ridículos biopics ñoños sin el menor interés. Hasta que Atresmedia nos ofreció «Fariña».

En cinco palabras: «Fariña» no tiene un fallo. No lo tiene en el guion, tenso y de narración precisa como una cuerda exactamente afinada. No lo tiene en la dirección, que mantiene un rumbo fijo sin desviarse por los mil caminos erróneos y fáciles que le se abrían a cada paso. No los tiene ni en su inteligentísima banda sonora. Y, sobre todo, «Fariña» no los tiene en unas interpretaciones tan meticulosamente dibujadas que consiguieron apasionarnos en cada capítulo sin perder una pizca de verosimilitud -esos charlines, del primero al último; ese Sito; ese Ubiña; ese sargento Darío Castro, ¡miña naiciña querida, ese sargento Darío Castro!-.

Así que, guionistas, programadores, productores, llegó el momento de ir a por ETA. Con el nivelazo de «Fariña». Con valentía y sin complejos. El Reino Unido o los Estados Unidos lo hubieran hecho hace bastantes años. Llegó el momento de contar sin simplezas ni equidistancias la demencia absurda y miserable que se vivió en el País Vasco -y, en menor medida, en el resto de España- durante aquellas horrorosas décadas. Qué triste que pedir que lo haga la televisión pública -qué mejor forma de demostrar que desde el Estado hemos derrotado a ETA- sea hoy por hoy una pretensión delirante.