Esto no se hace. Cuando más lo necesitas va y te lo quitan, hablo de cómo sobrevivir a la primera semana de «Supervivientes». El entretenimiento televisivo cumplió su función que es la de provocar evasión de preocupación al espectador, para recrear su ánimo con una distracción, y a mí la Pantoja me distraía (carezco de complejos y prejuicios para reconocerlo).

A mí y a la barbaridad de estratosférica de «share» que aglutinaba su figura en bañador, en las múltiples galas que nutrían el prime time de Mediaset.

Su supervivencia ha sido el blanqueamiento definitivo para este personaje indispensable en cualquier habladuría de portería y corrillo patrio que se precie. Quién le iba a decir a la tonadillera, cómo me gusta esa palabra, que un cayo le iba a sacar un Malaya de encima, dando paso a una nueva era para una de las pocas sobrevivientes de la especie «folclórica de toda la vida».

En mis inicios como joven periodista que informaba de temas de corrupción y corazón, viví en directo como un pueblo marbellí enfurecido zarandeaba el coche de alta gama y lunas tintadas, conducido por un tal Fosky, en el que Isabel salía de los juzgados en un clima de máxima tensión.

Hoy al pueblo cabreado parece que se la ha olvidado, pasando de la indignación a la ovación de la vida en directo y al descubierto, en una playa donde discutir, pasar penurias y hacer suyo aquello que canta «el fuego está encendido, la leña arde?»

La cantidad estratosférica de su caché me parece barata comparada con el rédito obtenido por su ahora cadena amiga, antes enemiga. Bien lo vale si durante cuatro meses sus vicisitudes, peleas y carantoñas nos han acompañado en un share tan alto, que no entiende de segmentos sociales ni geográficos.

Hoy el culebrón de «la Panto» no amaina el hastío de ese otro culebrón que la audiencia no merece, el del eterno patio de colegio de los políticos. Hoy jueves echaré de menos la isla que nos evade y nos aísla en esta ola asfixiante de insoportable realidad pregubernamental.