Me comprometo públicamente a votar al primer partido cuyo candidato cambie de opinión durante un debate electoral y pida el voto para otro partido diferente al suyo. ¿Por qué no? Iniciamos la semana de los debates electorales televisados. A cinco, a siete, públicos, privados, números uno, números dos. Se supone que un debate es una honrada confrontación de ideas en donde las partes se escuchan y sopesan las propuestas de los demás. En ámbitos como la ciencia es posible que los ponentes cambien de opinión durante un debate a la vista de los argumentos presentados por los demás. ¿Por qué da la risa imaginarse algo así en un debate político? ¿Por qué es imposible que el lunes Pedro Sánchez, por poner un ejemplo, quede unos segundos callado tras la intervención de Pablo Casado, por poner otro ejemplo, y diga «la verdad es que sus argumentos son muy potentes, me ha convencido, pido desde aquí el voto para el PP»?

Gracias a una preciosa paradoja, la persona que gana algo en una discusión es aquélla que la pierde, ya que corrige un error, mientras que la persona que gana la discusión es la que no gana nada, ya que se queda como estaba. Si yo defiendo que la capital de Francia es Roma y, gracias a una discusión que pierdo, descubro que es París, habré ganado mucho más que el que ya sabía que era París. Pero en política «ganar» y «perder» tienen otros significados, más relacionados con «matar» o «morir», «aplastar» o «ser aplastado», «ser el que manda» o «ser el que es mandado».

No entiendo por qué. Y algo tan loco como que un candidato sea convencido por otro durante un debate electoral sería para mí un ilusionante indicio de que la política es algo racional y no una mera mezcla de poder, espectáculo y manipulación. Repito, votaré al partido cuyo representante termine un debate defendiendo a otro partido. No es paradójico, al revés, es coherente: la única forma de convencerme de que les vote va a ser que intenten convencerme de que no les vote.