Cada año por estas fechas llega a nuestras pantallas una entrañable campaña publicitaria que promociona valores como el cariño entre la gente sencilla, la solidaridad o la ternura. ¿Qué se anuncia en esa campaña? ¿La patrocina alguna ONG? ¿Es fruto de un programa del gobierno para mejorar la convivencia entre los vecinos? ¿Quizá las cadenas y los publicistas han decidido dedicar un uno por ciento de su trabajo al año a servir desinteresadamente a la ciudadanía, para compensar el daño que le hacen con el noventa y nueve por ciento restante? No, amigos, esa dulce campaña publicitaria, habitualmente llena de viejecitos desamparados, buenos amigos e inesperadas muestras de amor, pretende promocionar un método para hacernos asquerosamente ricos, para ganar injustamente un pastizal que nos permita vivir como marqueses, y está motivada tanto por las ganas de volvernos millonarios como por el temor envidioso de que se vuelvan millonarios todos los que nos rodean y no nosotros.

Hace un par de días llegó el anuncio de la Lotería de Navidad de esta temporada, convertido en cuatro por un milagro multiplicativo parecido al que promete el propio sorteo. Un marciano recién aterrizado que viera las historias del exsuegro y la exnuera, del enfermero y la paciente, del padre y el nuevo novio de la hija, y del viejo y la nueva directora de la empresa, pensaría que el 22 de diciembre se sortean millones de abrazos en vez de millones de euros. Se equivocaría. Si la publicidad se basa en el engaño y la trampa, y la Navidad se basa en la farsa y la banalidad, imagínense cuán sinérgicamente engañosa, tramposa, farsante y banal será la publicidad navideña. Cuanto más edulcorado se presenta un producto en su propaganda, más prosaicas y disimuladas son las razones de su uso. Quitemos el premio económico a la lotería de navidad; sorteemos únicamente besitos y mimitos; examinemos las ventas y veamos si detrás de tanta lágrima contenida hay algo más que las ganas de tener mucha pasta.