Ni a Salvador Dalí, aplicando sin piedad su método paranoico-crítico, se le habría ocurrido la surrealista idea de que un décimo de lotería premiado podría financiar un documental entre hiperrealista y surrealista sobre la comarca extremeña de las Hurdes dirigido por un Luis Buñuel recién salido del escándalo del estreno de La edad de oro. «El surrealismo soy yo», decía Dalí. Qué va. El surrealismo es la vida.

La maravillosa película de animación Buñuel en el laberinto de las tortugas (CineDoc&Roll, Movistar +) muestra la gestación y desarrollo del documental Las Hurdes, tierra sin pan, que Buñuel pudo rodar gracias al dinero que ganó su amigo Ramón Acín con un décimo de la Lotería de Navidad. El documental de Buñuel sigue siendo hoy un golpe en el estómago del espectador y una oportunidad para reflexionar acerca de si un documental tiene la obligación de ser tan objetivo y exacto como una de las primeras películas de los hermanos Lumière o, más bien, si tras aceptar que es imposible mostrar la realidad sin intervenir en esa realidad y, por tanto, transformarla, el documentalista es libre de manipular la realidad (permitiendo que un burro con las patas atadas sea atacado por las abejas, por ejemplo) para alcanzar los fines que se había propuesto. La película de animación de Salvador Simó sobre el rodaje del documental de Buñuel, sin embargo, es una delicada reflexión sobre el significado y los elásticos límites del arte, la implicación del artista en su obra y el sentido de la existencia una vez que la cámara deja de rodar la vida. El antropólogo y lingüista estadounidense Edward Sapir decía que los mundos en que viven dos sociedades diferentes son mundos distintos, y no solo el mismo mundo con otras reglas de etiqueta. Los mundos de Luis Buñuel y de los habitantes de Las Hurdes no eran el mismo mundo con otras reglas de etiqueta, sino dos mundos absolutamente distintos, puede que tan distintos como lo son un documental dirigido por un surrealista y una película de animación sobre el rodaje de ese documental.

Los tejados de las casas de aldeas de La Hurdes parecían caparazones de tortugas, pero solo a los ojos de un artista recién llegado de París. Las tortugas son invisibles para los ojos sin pan.