Aretha Franklin era mujer; yo, varón. Aretha Franklin era de raza negra; yo, de raza blanca. Ella era creyente ferviente en la fe evangelista, mientras que un servidor es más ateo que Demócrito de Abdera. Aretha está impepinablemente muerta; yo, al menos técnicamente, estoy vivito y coleando. Ella era estadounidense y el arriba firmante es de nacionalidad española. Aretha se dedicaba a cantar; yo, a juntar palabras mientras me dejen. Quedó embarazada a los doce años y dio a luz al primero de cuatro hijos; yo sólo tengo una hija que llegó en mi treintena. Entonces, ¿por qué, que alguien me lo explique, por qué me identifico con Aretha Franklin en «Amazing grace» más que con casi cualquier otro ser humano, por qué, aunque no tengo nada en común con ella, tengo tantísimo en común con ella?

Vea «Amazing grace» (Movistar+). Simplemente expóngase al documental de Sydney Pollack que nos cuenta lo que ocurrió en una modesta iglesia baptista de Los Angeles durante dos tardes de 1972, cuando Aretha Franklin decidió volver a cantar los salmos y los ensalmos gospel que cantaba en su infancia. Tómese su tiempo para retornar a la realidad una vez que hayan terminado los ochenta y cuatro minutos de metraje. Mire lentamente a su alrededor. Incorpórese. Sin prisa. Asómese a una ventana.

Y después intente entender algo de todo lo que está pasando con el asunto de la identidad personal en el mundo rico. Verá que ya nada tiene sentido. A poco que zapee a través de las cadenas encontrará invocaciones al yo, proclamas que animan a diferenciarse todo lo que pueda como única forma de convertirse en alguien especial, apologías del ensimismamiento. Pero lo que antes parecía lógico se vuelve absurdo ahora tras haber pasado hora y media sentado en comunión entre las personas menos parecidas a usted que pueda imaginar, sabiendo que está rodeado de las personas más parecidas a usted que pueda imaginar.