La Tierra está viviendo un proceso similar al del Pérmico que, hace 250 millones de años, acabó con la mayoría de las especies: hemos invertido una tendencia natural que asegura que nuestro planeta mantenga una temperatura adecuada. ¿Podremos sobrevivir? No lo sabemos.

“No hay nada nuevo bajo el sol”. Según parece, el rey Salomón, arquetipo de sabiduría, fue el primero en pronunciar estas juiciosas palabras.

En este sentido el calentamiento global no solo es uno de los mayores desafíos al que tenemos que enfrentarnos hoy en día. En realidad, ha sido uno de los problemas con los que la vida ha tenido que lidiar desde siempre.

La clave está en que el Sol no es tan estable como parece. Nuestra estrella consume nada menos que 620 millones de toneladas métricas de hidrógeno cada segundo para convertirlos en helio mediante la fusión nuclear. Así genera su ingente cantidad de energía.

Consecuentemente, cada vez le queda menos hidrógeno, al tiempo que acumula más helio. Como el helio es más denso que el hidrógeno se concentra en su núcleo. 

El Sol sigue fusionando el hidrógeno que le queda alrededor del núcleo de helio. Pero este núcleo de helio sigue creciendo más y más con el tiempo y el Sol fusiona el hidrógeno cada vez más lejos de su centro. Como resultado el Sol es cada vez más grande.

Futuro de la Tierra

Nuestro Sol tiene ya unos 4.600 millones de años de antigüedad. Ha cambiado mucho desde su formación. Pero cuando hayan pasado otros 4.500 millones de años, el Sol será tan grande que habrá engullido a Mercurio y a Venus, y estará a punto de engullir a la Tierra, que para entonces será una achicharrada roca fundida totalmente yerma.

Por entonces el Sol se habrá convertido en lo que los astrofísicos llaman una estrella gigante roja y emitirá mucha más radiación de la que emite hoy en día.

Por supuesto, esta tendencia del Sol a incrementar su tamaño y luminosidad le viene de lejos: desde que apareció la vida sobre la Tierra, hace unos 3.500 millones de años, el Sol ha ido emitiendo más y más energía.

Bajo estas condiciones la temperatura de la Tierra debería haber aumentado enormemente como consecuencia de este crecimiento solar. Pero, contra todo pronóstico, desde el origen de la vida la temperatura de la superficie terrestre fluctuó muchos menos de lo esperado, manteniéndose siempre dentro de unos límites que resultaron adecuados para la vida.

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La vida, protagonista

Este hecho sorprendente llevó a James Lovelock, uno de los científicos más innovadores de la historia, a plantearse, hace muchos años una pregunta esencial: ¿Y si fue la propia vida quien consigue mantener activamente la temperatura del planeta dentro de unos límites adecuados para su propia supervivencia?

En general pocos científicos habían pensado que la vida pudiese tener tanto control sobre el clima de la Tierra. A fin de cuentas, ¿cómo podría defenderse la vida frente a un fenómeno astronómico tan colosal como es la variación de la cantidad de energía incidente que llega a la Tierra desde el Sol?

Pero en 1983, Andrew Watson y James Lovelock publicaron un artículo pionero, “Biological homeostasis of the global environment: the parable of Daisyworld”, explicando que en realidad a la vida le puede resultar fácil hacer esto.

Cuando la ciencia intenta explicar un problema complejo, a menudo empieza por hacer un modelo matemático más simplificado de la realidad, que permita comprender la esencia del problema.

“La parábola del mundo de las margaritas” de Watson y Lovelock nos permite entender intuitivamente cómo la vida puede ser capaz de mantener la temperatura de un planeta dentro de unos límites adecuados para su propia supervivencia.

En su modelo más simple, imaginemos un planeta que orbita alrededor de una estrella un tanto inestable. A veces la estrella emite más energía y entonces el planeta, que no tiene mecanismo alguno para regular su temperatura, se calienta. Otras veces la estrella emite menos energía y el planeta se enfría.

Las margaritas, un ejemplo de cómo la vida modula la temperatura del planeta. Kristine Cinate/Unsplash

Muchas margaritas

Pero, de repente, en ese planeta aparece la vida. En concreto empiezan a proliferar dos especies de margaritas que crecen por toda su superficie.

Una de ellas da flores de color negro y prolifera más rápido a baja temperatura. Otra da flores blancas y prolifera más rápido cuando la temperatura es más alta.

Entre ambas especies ocupan toda la superficie del planeta y están plagadas de flores, de forma que prácticamente toda la superficie del planeta está cubierta de margaritas blancas y negras.

En un momento dado, el planeta tiene un 50% de su superficie ocupada por margaritas negras y el otro 50% por margaritas blancas. Entonces su estrella entra en una fase de emitir más energía luminosa. El planeta empieza a calentarse.

En esas condiciones, a las margaritas blancas les va mejor que a las negras y empiezan a proliferar, mientras que las negras se retraen. Entonces la superficie del planeta se vuelve cada vez más blanca.

Consecuentemente, su albedo aumenta y refleja mucha más luz al espacio exterior. Esto hace que, aunque la estrella emita más energía, el planeta apenas se caliente.

Por el contrario, si la estrella entra en fase de emitir menos energía el planeta se enfría. Pero entonces las margaritas negras proliferan más que las blancas. La superficie del planeta se oscurece, el albedo disminuye y el planeta tiende a calentarse.

Sistema autorregulado

Como vemos, la vida, incluso en el simplificado mundo de las margaritas, es capaz de mantener la temperatura del planeta dentro de unos márgenes que permitan su propia supervivencia.

James Lovelock, que a punto de cumplir 103 años es Honorary Visiting Fellow of Green College de la Universidad de Oxford y sigue aportando ideas geniales a la ciencia, defiende que la Tierra se comporta como un sistema autorregulado controlado por la propia vida.

Pero… ¿Qué puede hacer la vida para controlar la temperatura de la Tierra con un Sol que cada vez produce más energía?

La vida terrestre encontró una solución genial: modificar la cantidad de los gases de efecto invernadero de la atmósfera para conseguir que la temperatura del planeta se mantenga siempre dentro de los estrechos límites que permitan su existencia.

Imaginemos que viajamos en el tiempo 2.500 millones de años atrás. En ese tiempo el Sol era una estrella que emitía mucha menos radiación de lo que hace hoy en día. Lógicamente a la Tierra también le llegaba mucha menos energía solar de la que le llega actualmente. Sorprendentemente, la Tierra no estaba mucho más fría de lo que está en la actualidad.

Las bacterias regulan la temperatura del planeta. Marek Okon/Unsplash

Habilidad bacteriana

Esto se debió a que por aquel entonces la vida en la Tierra era muy distinta a la de hoy en día. Sobre todo, predominaban unos microorganismos primitivos, las arquibacterias, destacando entre ellas las arqueas metanógenas, que son un grupo de bacterias que obtienen su energía mediante la producción de metano (CH4). Como consecuencia de su metabolismo, estas arqueas metanógenas liberaban ingentes cantidades de metano que se acumulaba en grandes cantidades en la atmósfera de la Tierra primitiva.

Pero el metano es un gas de efecto invernadero mucho más potente que el dióxido de carbono que tanto nos preocupa hoy en día. Por ejemplo, en un siglo una tonelada de metano calienta la Tierra 25 veces más de lo que lo hace una tonelada de dióxido de carbono.

Que hubiese tanto metano en la atmósfera hizo que, aunque la cantidad de energía que llegaba desde el Sol fuese mucho menor que la que llega hoy en día, una atmósfera rica en metano cedía mucho menos calor al espacio exterior de lo que lo hace en la actualidad. Dicho en forma coloquial, la Tierra estaba mucho más abrigada con una gruesa manta de metano.

Pero el Sol siguió emitiendo cada vez más energía. Si hoy en día hubiésemos tenido una atmósfera tan rica en metano como la que existía hace 2.500 millones de años, la Tierra sería un planeta achicharrado parecido a Venus.

Situación controlada

Sin embargo, la vida supo controlar la situación. Otros microorganismos, las cianobacterias, fueron las encargadas de conseguir que la Tierra cediese cada vez más calor al espacio exterior a medida que aumentaba en calor que llegaba desde el Sol. Sin ellas no estaríamos aquí.

En realidad, las cianobacterias hicieron un extraordinario descubrimiento: la fotosíntesis oxidativa, un mecanismo que captura la energía luminosa procedente del Sol y la convierte en energía química (moléculas de ATP). En este tipo de fotosíntesis, las cianobacterias rompen las moléculas del agua (fotólisis del H2O que sirve de donante de electrones) desprendiendo un producto de desecho: el oxígeno.

El oxígeno desprendido fue reaccionando con el metano, dando lugar a dióxido de carbono y agua. Así, poco a poco, la concentración de metano de nuestra atmósfera se fue reduciendo mientras aumentaba la concentración de dióxido de carbono.

Esto permitió que, a medida que llegaba más energía del Sol, nuestra atmósfera fue transformando metano en dióxido de carbono, un gas de efecto invernadero mucho menos eficiente que el metano. Llegaba más calor del Sol, pero la Tierra disipaba mejor este exceso de calor manteniendo un equilibrio que permitió una temperatura adecuada para la vida.

 Sin embargo, el Sol no para de crecer. Y llegó un momento en que la concentración de metano ya no podía bajar mucho más.

La energía lumínica procedente del Sol es fuente de vida. Lenstravelier/Unsplash

Energía lumínica

Entonces la vida dio otro paso esencial: empezó a confinar bajo el suelo buena parte del dióxido de carbono atmosférico. Así eliminaba eficazmente dióxido de carbono de la atmósfera. La fotosíntesis también es muy eficaz para conseguir esto.

Gracias a la energía lumínica procedente del Sol, las cianobacterias, microalgas y plantas verdes capturan 6 moléculas de dióxido de carbono y 6 moléculas de agua para producir con ellas una molécula de glucosa y liberar 6 moléculas de oxígeno (6 CO2 + 6 H2O + luz --> C6H12O6 + 6 O2).

En el mar y en los lagos, las cianobacterias y microalgas capturan eficientemente el dióxido de carbono. Muchas terminan comidas por el zooplanton iniciando complejas redes tróficas. Al final gran parte de la materia orgánica (excrementos, cadáveres…) acaba hundiéndose y se deposita en enormes cantidades en el fondo.

Con tanta materia orgánica descomponiéndose, en estos fondos termina por no haber oxigeno (consumido totalmente por los descomponedores). Con el tiempo, enormes cantidades de esta materia orgánica terminan enterradas bajo grandes capas de sedimento. Allí se van descomponiendo lentamente durante millones de años, sujetas a complejos procesos físico-químicos bajo condiciones de gran presión y calor.

Petróleo y carbón a espuertas

Así se origina el petróleo y el gas natural. Antes eran dióxido de carbono atmosférico.

En tierra firme buena parte los restos de las plantas acaban acumulándose en zonas pantanosas y lacustres poco profundas. Cubiertos de agua comienzan a degradarse por la acción de microorganismos anaerobios. Posteriormente terminan cubiertos de sedimento.

Así se origina el carbón. Antes también era dióxido de carbono atmosférico.

Hace unos 600 millones de años la cantidad de dióxido de carbono atmosférica era muy grande. Pero desde entonces ingentes cantidades de lo que una vez fue dióxido de carbono atmosférico se acumularon en el interior de la Tierra en forma de petróleo y carbón.

Para hacernos una idea de la gigantesca magnitud de este proceso de captura de dióxido de carbono atmosférico, se estima que hoy en día quedan alrededor de 940.000 millones de toneladas de carbón y unas 245.000 millones de toneladas de petróleo en la Tierra (a pesar de todo lo que hemos gastado desde la Revolución Industrial).

Solución magistral

La solución magistral que tuvo la vida para controlar el calentamiento global durante los últimos 500 millones de años fue retirar dióxido de carbono de la atmósfera.

Pero este proceso falló una vez a finales del Pérmico, produciendo la mayor extinción en masa de la historia de la Tierra. Por aquel entonces los volcanes liberaron ingentes cantidades de dióxido de carbono a la atmósfera (en buena parte quemando grandes depósitos de carbón, gas y petróleo que había en lo que hoy es Siberia).

La vez que se invirtió la tendencia natural de la vida a retirar dióxido de carbono en la atmósfera las consecuencias fueron catastróficas. A punto estuvo de extinguirse toda la vida sobre la Tierra.

 Ahora los humanos lo hemos vuelto a hacer. Hemos invertido una tendencia que lleva cientos de millones de años asegurando que nuestro planeta mantenga una temperatura adecuada.

¿Podremos sobrevivir? No lo sabemos.

Cómo escapar de la extinción humana: artículos para entender lo que está pasando con el planeta

 

Bajo este epígrafe publicamos una serie de artículos que analizan de forma científicamente rigurosa la crisis planetaria en sus diferentes dimensiones, así como explican cómo afectará a nuestras vidas y el precio que habremos de pagar para escapar de la catástrofe que podría acabar con la vida en la Tierra.

Ofreceremos una visión completa de la problemática, siempre en clave divulgativa, que no solo expondrá los últimos conocimientos sobre biología y ecología, sino también las últimas aportaciones desde campos tan dispares como la neurobiología (intentando ver por qué nos comportamos como lo hacemos cuando destruimos nuestro propio ambiente), e incluso desde la economía más científica.

El objetivo de esta serie de artículos es que cualquier persona pueda no solo entender lo que está pasando, sino también, si así lo desea, comprometerse con el planeta con los conocimientos adecuados que le permitan trascender medidas meramente estéticas.

Como el cambio global que estamos sufriendo es extremadamente complejo, los artículos que intentan explicarlo van a ser relativamente complejos. Pero vale la pena esforzarse para entender el cambio global, ya que es algo extremadamente grave.

Para ello le invitamos a hacer un viaje largo y complejo, pero también divertido, a través de toda esta serie de artículos. Solo después de haber leído muchos de ellos estará en condiciones de entender bien lo que estamos viviendo como especie y de actuar en consecuencia.

 

EDUARDO COSTAS

 

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