La nueva temporada de Quique Dacosta Restaurante me planteaba más interrogantes que nunca. La salida de Didier Fertilati del equipo de sala y las expectativas generadas en la temporada pasada me empujaban con más ansias que nunca a mi visita anual al restaurante.

Didier pasó a engordar la lista de desertores de la sala (profesionales que renuncian a su potencial profesional en favor de una vida personal más saludable). Fue un gran maitrê, sobre todo en ese papel de anfitrión tan importante en un restaurante de este nivel. Conocía a cada cliente y sabía como tratar a cada uno de ellos, principalmente a la fauna de críticos e influencers que pasa cada año por su sala. Ese papel lo asumen ahora su segundo de abordo Giovani y, más si cabe, José Antonio Navarrete. Convertido en estrella del vino, Navarrete queda como el personaje más visible de la sala. A día de hoy, cualquier aficionado sabe su nombre, su apellido y su currículum. El cliente llega entregado a él con la misma fe que al mismo Dacosta. Navarrete debería de explotar esa ventaja para hacer más cercana la sala. Confiar más en sí mismo y atreverse a salir del papel de mero sumiller para liderar todo el equipo como en su día hiciera Custodio Zamarra o a día de hoy el mismísimo Pitu Roca.

El menú de este año se llama La Evolución y El Origen y nos presenta a ese gran chef que ha seducido a lo mejorcito de la crítica gastronómica europea. No es, ni mucho menos, un menú de clásicos, pero sí recoge muchas de sus líneas creativas. En lo que al trabajo de investigación se refiere (tan importante en esta casa) plantea un nuevo paso hacia adelante en el terreno de la sal. Hay más técnica y nuevos productos, hasta llevar lo que parecía el final de un proceso creativo un paso más allá. Mantiene esa maravillosa hueva de maruca como producto estrella, evoluciona el modo de salar la ventresca (sólo con un ambiente salino sin permitir que el producto toque la sal), e inventa una nueva sobrasada hecha con hueva de bacalao y adobo extremeño. Pero lo que más me sorprendió fue la salazón de sepia, nueva línea de trabajo, que me recordaba en la textura y el sabor del lardo italiano o al tocino ibérico.

El resto del menú navega entre los grandes hitos creativos de Dacosta con el producto local como hilo conductor. Hay trampantojos increíbles, como el tranchete (en realidad un moshi relleno de queso de Callosa d´en Sarrià que te regala sensaciones sorprendentes desde que lo coges con la mano hasta que lo comes) o una rodaja de tomate líquido que te abofetea la consciencia y te ofrece un intensísimo sabor a tomate mientras intentas explicarte qué demonios estás comiendo. Más allá de la técnica, encontaremos producto reconocible y de calidad: gamba, erizos, pato de la albufera?y siempre esa estética de impecable factura que sobrevuela todos los platos y se magnifíca en la versión dulce de el almendro.

Comparo el menú de este año con el de los anteriores y deduzco que nos encontramos con el Dacosta de los últimos tiempos: Seguro, decidido y centrado en una línea creativa en la que se siente comprometido. Debería,eso sí, continuar con el estudio de la despensa local. La utiliza y pone en valor, pero el año pasado tuve la sensación de que empezaba un trabajo de investigación muy ambicioso en busca del producto y del productor que aún no ha llegado donde yo soñaba. Probablemente es un proyecto demasiado ambicioso para una empresa privada. Por eso la administración debe darle el apoyo que necesita. El objetivo lo merece y nadie mejor que Dacosta para llevarlo a cabo.