Paco Santamaría lleva mucha mili encima. Tiene 50 años recién cumplidos y acumula historias como para escribir varias biografías. Huérfano de padre en un barrio humilde, escapó de la marginalidad enganchado a la montaña. Quiso ser psicólogo para cambiar el mundo y lo consiguió, al menos lo primero. Por el camino tuvo que fregar muchos platos y pelar muchos pichones para poder pagarse los estudios. Hasta que acabó tan seducido por los fogones como por la psicología social. Paco ha aprendido a guisar a la antigua usanza. Empezando desde muy abajo y educando el paladar a la vera de sus maestros. Llegó muy lejos. Sobre todo en Francia, donde acabó siendo jefe de cocina de varios restaurantes estrellados. Ahora se refugia en este restaurante familiar con aire de casa de comidas de prestigio.

La carta es muy corta, pensada para rotar cada dos o tres días. Huye deliberadamente de la ostentación (nada de nombres rumbosos ni enunciados larguísimos). A primera vista todo parece muy simple. Luego, cuando los platos llegan a la mesa, te das cuenta de que no lo son. Te planta, por ejemplo, un mullador de capellanets que sobre el papel no parece nada especial. Hasta que pruebas esos capellanets que se han sazonado y secado en la casa durante siete días. O pruebas sus alcachofas fermentadas, un plato muy especial que debemos pedir en la primera vista. Para cocinarlas, Paco las recibe recién cosechadas, les da un primer hervor y las deshidrata en el horno, luego las guarda en su líquido de cocción durante siete días hasta que se produce una leve fermentación y aparece un velo. Entonces las saca, repela y fríe a 300 grados. El resultado es una alcachofa crujiente por fuera y muy cremosa por dentro.

Santamaría se crió en el puerto. Es hijo y sobrino de empleados de la lonja. Ha comido y cenado pescado de mil maneras diferentes porque en un hogar humilde se come lo que hay y es necesario poner imaginación para no aburrirse. Por eso para él el pescado es sagrado. Hay poco, y ni siquiera hay siempre, pero cuando compra, compra bueno. Suelen ser pescados grandes que hace enteros, a mitades o por cuartos. Es, por tanto, necesario compartir, pero vale la pena intentar convencer a nuestros acompañantes. Yo probé un cuarto de corvina silvestre a la brasas que no me decepcionó. Esa apuesta por la calidad del producto no sólo se percibe en los pescados que pasa por la parrilla. No se corta, por ejemplo, en meterle un buen centollo al arroz o en ofrecerte unas cigalitas de mediano tamaño pero muy buena calidad. Buen producto en factura corta. Yo no sé como Paco puede cuadrar las cuentas, porque el precio medio de este local ronda los 35 euros.

En los postres parece esfumarse la magia de este guisandero de lujo. Un pastel de zanahoria bastante normal, un helado de violeta que no entusiasma o un membrillo casero pasado de azúcar no son el broche que merece una comida como esta.

El espacio es muy bonito, una antigua casona de pueblo con varias estancias por las que se reparten pequeños e íntimos comedores. Pero los días duros de invierno conviene ir abrigado. Las estufas que Paco reparte por la casa no logran caldear el ambiente.

Como los platos de Paco, con tanto sabor y tan pocas apariencias, y pienso que los chavales deberían de pasar por restaurantes como éste antes de empezar esos stages en los restaurantes vanguardistas que tanto les apetece hacer. Es aquí, en una buena casa de comidas, donde se forja el paladar de un cocinero. Probando hoy un pil pil y mañana un bouef bourguignon.