El examen de conciencia, el (auto)homenaje desencantado, el contagio de la realidad en la ficción, el enfrentamiento al pasado vital y cinematográfico... Aunque sean dos películas aparentemente muy alejadas, Mula, de Clint Eastwood, y Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar, coinciden al mostrarnos a dos grandes cineastas a corazón abierto, dispuestos a compartir una confesión existencial con los espectadores que han seguido de cerca sus trayectorias. El director estadounidense esboza esa reflexión filmando su propio cuerpo magullado por el paso del tiempo, mientras que el manchego se desdobla en un protagonista encarnado por un extraordinario Antonio Banderas. Eastwood y Almodóvar no esconden sus pecados y debilidades, pero nos piden compasión por sus personajes, por sí mismos. Ambos filmes, que sobresalen entre los estrenos de este 2019, alcanzan una madurez redentora.

El relato autobiográfico de Dolor y gloria es el de un cineasta sereno, que ya no parece necesitar de los golpes de efecto melodramáticos, de las represalias morales, de las salidas de tono o del barroquismo formal de antaño para construir una obra deslumbrante, de una emotividad serena. No cabe duda de que el personaje de Salvador Mallo (Banderas), un veterano director de cine aquejado de múltiples dolencias físicas (y existenciales) que se siente incapaz de seguir rodando, es un alter ego de Almodóvar, hasta el punto de compartir con él look estético y habitar en una casa idéntica a la del director manchego en Madrid. Sin embargo, el juego de espejos que traza la película (que nos habla del cine dentro del cine, pero, sobre todo, de la creación como salvación vital, como exorcismo de los fantasmas del pasado) va mucho más allá del onanismo y de las anecdóticas coincidencias entre realidad y ficción. Cierto que siguen abundando las citas (y autocitas) a otros filmes, libros, pinturas o canciones, pero el cineasta español sublima y sintetiza su universo vital, que es solo el punto de partida creativo, tal y como ha explicado en sus notas sobre la película: «Al principio me tomé como referencia a mí mismo pero una vez que empiezas a escribir la ficción establece sus reglas y se independiza del origen... la realidad me proporciona las primeras líneas pero el resto tengo que inventarlas yo, por lo menos ese es el juego al que me gusta jugar».

Situada en un presente de claroscuros (los del protagonista) y de colores vivos (los de las obras de arte y objetos de diseño pop que le rodean), Dolor y gloria vuelve una y otra vez a un pasado evocador (la infancia luminosa de los sesenta en la zona de las cuevas de Paterna) o angustioso (los ochenta de «la movida» trufados de droga, éxitos y amor, que nunca vemos en imágenes) dando lugar a una estructura rica en capas de sentido que fluye con inusitada naturalidad gracias a la precisión del montaje de Teresa Font. La mirada desubicada y madura de Salvador Mallo, que vive afligido en un estado de duermevela, es la que guía una trama mínima en la que recuerdos, sueños y fotogramas son indistinguibles y en la que la voz en off del narrador aparece y desaparece, casi como un capricho de su memoria. La película es, por tanto, un ensayo antes que un drama o una comedia, pero ello no le resta frontalidad, sencillez y emotividad. Quizás porque Almodóvar enriquece su sofisticada autoficción, su estudio tortuoso sobre la creación artística, con elementos de la cultura popular y rural que tan bien retrató en Volver y porque logra que una película masculina (Banderas interpreta el mejor papel de su carrera, pero también brillan Asier Etxeandia y Leonardo Sbaraglia) sea también femenina (los memorables personajes secundarios de Penélope Cruz y Julieta Serrano).

Si bien Dolor y gloria no sorprende ni por su temática (es la tercera vez que el director manchego cuenta con un cineasta como protagonista tras la apasionada La ley del deseo y la oscura La mala educación) ni por sus sonidos e imágenes (Almodóvar sigue contando con dos colaboradores fieles: el músico Alberto Iglesias y el director de fotografía José Luis Alcaine), lo cierto es que estamos ante una exquisita obra de síntesis, ante una película íntima que destila las esencias del autor español (el deseo, la muerte, la creación, la pasión, la memoria) sin necesidad de levantar la voz, con la inteligencia y la elegancia de quien domina con sabiduría su oficio y ya no debe rendir cuentas a nadie. Un Almodóvar, en definitiva, en estado de gracia.