Hoy un cliente me exponía lo siguiente: estaba indignado porque una persona de su equipo con escasa experiencia le había rebatido una idea, no se había avenido a aceptar finalmente la postura de mi cliente y, además, su propio cliente había preferido la propuesta innovadora de la otra persona. Mi cliente era plenamente consciente de que se había enrabietado y que carecía de fundamento su «ofensa» y por eso quería trabajarlo.

Lo primero ha sido desenredar la historia hasta detectar qué estaba en peligro en aquella situación: se trataba de la necesidad de reconocimiento de mi cliente, de lo «buenas» que eran sus ideas (puesto que él las consideraba «perfectas»).

Normalmente, mi cliente considera que las cosas que «hace bien» son su deber y no las celebra, al tiempo que es duro consigo mismo por sus equivocaciones, ya que entiende que su deber es el de ser prácticamente perfecto. Ante tal ecuación, sus niveles de (auto)reconocimiento son muy bajitos (como una batería a punto de morir) y dejar escapar (presuntamente) cualquier posibilidad de reconocimiento constituye poco menos que un delito. Para mi cliente, reconocer las bondades de las ideas ajenas suponía, por tanto, una amenaza peligrosa hacia su ya dañado reconocimiento. No estaba viendo que podía haber también reconocimiento si aceptaba las ideas ajenas de forma inclusiva.

Por si fuera poco, mi cliente se declara adicto a las novedades, por lo que la situación le confrontaba especialmente ya que una cosa (rechazar una idea ajena) impedía innovar y vivir experiencias emocionantes. Reconocer que aquellas ideas ajenas era innovadoras evidenciaba que su idea no era «perfecta», y le estaba haciendo sufrir. No estaba viendo las dosis de disfrute que le podía proporcionar abrir la veda a la innovación, por el mero hecho fe proceder de una fuente ajena a sí mismo.

El dilema estaba, finalmente, entre decidir si quería seguir poniendo su energía en la defensa de su idea «perfecta» o, alternativamente, aceptar que la apertura hacia ideas ajenas le podía brindar experiencias de novedad en las que disfrutar aprendiendo. Cuando ha visto que reconocimiento e innovación pueden no entrar en conflicto, el alivio ha sido supremo...

¿Cuántas veces renunciamos a disfrutar aprendiendo, no admitiendo que nos completan las ideas de los demás, por defender a «capa y espada» nuestras ideas (y así tener «la razón»)? ¿Cuántas veces preferimos tener razón para sentir presuntamente un reconocimiento en exclusiva, en lugar de abrirnos a compartir ese reconocimiento combinando ideas propias y ajenas?