"Dos rieres té Callosa,

la de Guadalest i Algar,

muntanyes com les de Bèrnia

i, entre les fonts, la Parà".

Adolf Salvà i Ballester,

De la marina i muntanya (folklore) 1988, edició a cura de Rafael Alemany.

Callosa d'en Sarrià (la Marina Baixa) es un pueblo tradicionalmente agrícola, que presenta una gran riqueza en recursos hídricos ya que se encuentra situado en medio de los ríos Guadalest, Bolulla y Algar, con sus impresionantes fuentes y cascadas. Más allá del valle se encuentran las sierras de Aitana (1.558 m), de Bernia (1.360 m) o la del Ponoch (1.100 m). Posee un clima mediterráneo con temperaturas que alcanzan una media anual de 17°C, con un máximo estival de 24°C en agosto y un mínimo invernal de 9,5°C en enero. Sus suelos con material yesífero proceden del triásico (Keuper).

Tanta abundancia de agua y un clima benigno han propiciado la producción, en los típicos bancales con muretes de piedra, de cultivos mediterráneos como el almendro, la vid y sobre todo el níspero.

La agricultura tradicionalmente se ha desarrollado tanto en zonas donde el relieve lo permitía, en las llanuras aluviales y en los valles de los ríos, como ganando terreno a los bosques mediante el aterrazado de las laderas, lo que ha supuesto un profundo cambio en la fisiografía natural del terreno.

En Callosa d'en Sarrià son impresionantes las típicas y extraordinarias construcciones centenarias de márgenes de piedra que dan pie a los bancales de secano labrados, cuidados y llenos de extraordinarios algarrobos, olivares, viñas y otros árboles, que se van superponiendo desde las faldas de las montañas hasta elevarse por las laderas al lugar más alto, o adentrándose como escalones por los barrancos a las zonas más recónditas de los montes; construcciones que forman parte de nuestro patrimonio histórico agrícola, cultural, rural y medio ambiental.

Estos bancales de secano, que en su época de esplendor podían verse labrados, actuaban como cortafuegos por el efecto de discontinuidad en la masa forestal y al mismo tiempo reducían la velocidad de las escorrentías, limitando la erosión e incrementando la infiltración de agua de lluvia, contribuyendo así a regenerar los acuíferos, a dotar al suelo de mayor humedad durante más tiempo y a atenuar las oscilaciones térmicas. La tierra removida regeneraba el estrato herbáceo tierno, proporcionando alimento poco lignificado y de calidad para la fauna. Sus márgenes de piedra realizados de forma artesanal y laboriosa, evitaban la pérdida de tierra del suelo y la escorrentía, y por tanto, la erosión de los montes, filtrando y dando calidad al agua de forma natural y suministrando, además, refugio cobijo a cantidad de especies. Este paisaje se repite en infinidad de territorios de nuestra Península y de sus Islas.

La efectividad de abancalamientos y terrazas como medidas de conservación frenando e impidiendo la degradación de los suelos es de sobra conocida. Con la llegada del gran desarrollo de la agricultura en el siglo XX, la intensificación de los cultivos ha provocado el abandono de muchas de las zonas antes ganadas al monte, agravando los ya importantes procesos erosivos de estas montañas.

No olvidemos que la belleza de nuestro entorno la debemos, en parte, a la huella que el hombre dejó en él, cultivando sus laderas y levantando bellas construcciones que pasaban a ser un elemento más de un sistema en equilibrio.