Hace dos semanas traté de dar algo de luz sobre la primera de las reglas de oro que contribuyen a que la ayuda no sea una fuente dificultades: sólo se da ayuda cuando te la piden. Me comprometí, también, a desarrollar esta semana la segunda de las reglas de oro: cuando necesitemos ayuda, pidámosla.

Lógicamente, la segunda regla no es plenamente funcional sin la primera.

Por mucho que nos pueda parecer una obviedad, si realmente necesitamos ayuda, no debemos asumir que los demás lo entienden a la perfección. Es necesario hacerlo explícito. Y ahí está el quid de la cuestión, nos estamos desnudando. No os sorprenderá si os digo que nos cuesta reconocer que nos falta algo para conseguir lo que deseamos y, por tanto, nos cuesta pedir ayuda.

Sin ir más lejos, hace dos días presencié una conversación entre dos socias en la que una le confesaba a la otra que no se había atrevido a pedir ayuda. Temía que fuera visto como una suerte de falta en un compromiso que habían adquirido, como una muestra de debilidad o de egoísmo insolidario. Y tenía miedo de que a su -sorprendida- socia le pareciera mal que pidiera ayuda. Como consecuencia, cuando la necesidad se había vuelto urgente e ineludible, habían acabado tomando una decisión precipitada que ahora estaban queriendo enmendar.

Me recordó a mis creencias sobre la autosuficiencia. Crecí en una casa en la que una de las grandes consignas que nos daba mi padre era que fuéramos autosuficientes. De ahí extraje yo una creencia brutal, que me hizo fuerte y débil a la vez: tenía que poder con todo. Enfrentada con cualquier idea que supusiera un mínimo grado de dependencia, se hacía preciso que mis necesidades fueran adivinadas: yo no iba a realizar el gesto de pedir, y así evitaría poner en evidencia mi «flaqueza». Como resultado, no sólo fui consiguiendo que me vieran como una persona terriblemente fuerte, sino también que, consiguientemente, rara vez me ofrecieran ayuda. Así, cuando estaba desbordada (lo que no me resultaba difícil, dada mi actitud), me parecía insólito no recibir ayuda y, con facilidad, me enfadaba. Ahí, mi fortaleza llevada al extremo, se transformaba en una debilidad. Por ejemplo, pretendía que al expresar mi cansancio se infiriera que necesitaba alguna clase de ayuda. Eso no es pedir ayuda. La ayuda que nos desnuda es aquella que se pide con tal precisión que no genere dudas. ¿O acaso es lo mismo decir «voy cargada como una mula» que «¿puedes coger la maleta azul porque yo no puedo con ella?»

En mi experiencia, se hace más fácil ver la ayuda con buenos ojos cuando entendemos que todas las relaciones humanas encuentran su razón de ser en la satisfacción de necesidades (de las personas que se relacionan). Así de sencillo, y complejo. No hay relación que no persiga satisfacer necesidades de todas las partes implicadas. Dicho de otro modo, no hay persona que no necesite nada. Pero, ojo, la precisión es importante, porque no todos necesitamos lo mismo y, si la relación no satisface las necesidades de sus partes, se acaba deteriorando. De ahí que sea tan importante pedir y ser claro.

Cuando lo entendí y me atreví a pedir ayuda concreta, empece a recibir lo que efectivamente necesitaba, y mi desgaste emocional se redujo considerablemente (a veces también tuve que aprender a recibir un «no» por respuesta, ya que pedir es algo muy diferente de exigir).

La idea de perfección, expresada a través de una excesiva aspiración de autosuficiencia, es pura fantasía. No saber pedir ayuda a los demás nos convierte en «huérfanos» cuando puede haber alguien felizmente dispuesto a darnos cobertura. Y peor aún, podemos transmitir a los demás que no tienen nada de valor que aportarnos, generando tal nivel de frustración a nuestro alrededor que las personas acaben alejándose de nosotros.

Por eso, invito a todas las personas que, como yo en el pasado, estén sufriendo por no recibir ayuda, se lancen a pedirla y disfrutarla y se quiten el lastre que supone no mostrar la necesidad. Os prometo que, desde entonces, llego más lejos y significativamente menos agotada.