Salvador Gascón ya no está. Se fue dejándonos un recuerdo inmejorable. Fue el icono de la restauración valenciana durante casi dos décadas; el líder al que todos seguían, el amigo con el que todos los colegas se consolaban, el empresario de éxito al que todos envidiaban. Salvador fue el personaje más querido de la gastronomía valenciana y Casa Salvador un referente que rompió muchas fronteras hasta entonces infranqueables. Puso en valor el arroz y fue el primero en exigir un precio justo por un producto de calidad. Levantó un imperio con la gastronomía regional por bandera y consiguió convencernos de que para hacer un buen arroz había que partir de un fondo digno. Antes que Salvador se fueron su madre y su hermana Concha. Pero ninguno dejó al restaurante sumido en este sentimiento de orfandad.

Vuelvo a Casa Salvador con miedo. Temo verme un restaurante anclado en la nostalgia que, perdidos los referentes, se haya vuelto prescindible. Pero llego y me encuentro las vista de siempre, la carta de siempre y el equipo de siempre. Sólo me falta Salvador, Concha y el gran Carlos Calero (jefe de cocina durante décadas y responsable de la mayoría de los platos que aún hoy siguen en la carta). Comer en esta terraza sigue siendo un privilegio. Y los platos son y están igual de buenos que siempre. Hubo un tiempo en que en la lista de sugerencias de Casa Salvador te podías encontrar una lamprea o un zapatilla de mar. Claro. Pero eran otros tiempos para todos. Eran los años en los que en Ca´Sento servían rodaballos de cinco kilos y en Askua se abría botellas de Chataux d'Yquem para apurar el café.

Visto en el contexto actual, Casa Salvador es un buen restaurante. El mejor de toda la marjal valenciana. Mi restaurante favorito para agasajar a mis clientes cuando quieren visitar los campos de arroz y, sin duda, uno de los imprescindibles para esos domingos en los que quiero desconectar de mis problemas disfrutando de un arroz con mi familia.

En mi última visita, comí una versión del esgarraet de dimensiones pantagruélicas, unos chipirones de escándalo, unas gambas dignas y una paella que hubiera sido sublime si el cocinero se hubiera ahorrado el ajo (un producto que ensucia el sabor de cualquier buen fondo). Además, han renovado la terraza. Le han liberado de aquella balaustrada que la separaba de l'estany de Cullera y la han dotado de una parrilla en la que un uruguayo asa al modo latino chuletones y pescados de la lonja. Lástima que, inexplicablemente, esa parrilla sólo se encienda durante el verano.

Al Salvador de hoy sólo le falta una cara visible. Que alguno de los herederos (hijos de Concha y Salvador) de un paso al frente y lidere el restaurante. Porque en este mundo de hoy en día, además de ser bueno, hay que creérselo y saber contarlo. Y para eso no hace falta una gran oratoria sino la mera voluntad de asumir el liderazgo. El propio Salvador no fue nunca un gran orador. Era más bien un hombre tímido que escondía tras sus bigotes un verbo breve. Pero, cuando hacía falta, daba un paso hacia adelante, ponía la verdad por delante de su interés, y se erigía en ese jefe al que todos querían seguir. Nadie va a pedirles a ellos que sean Salvador. Sería una estupidez. Pero deben dar un paso adelante. Sentirse orgullosos de esa terraza maravillosa, darle valor al producto que compran en la lonja y a esa bodega que envidiarían muchos restaurantes vanguardistas. Levantar la cara y gritar con soberbia que ellos están ahí, para hacer lo mismo que siempre han hecho. Porque, al fin y al cabo, a todos ellos les salieron los dientes en esta casa, poniendo cafés y limpiando vasos. Yo seguiré viniendo aquí con ese cliente a quien no puedo fallar y con ese amigo al que deseo agradar.