Pocas fiestas recogen con tanto acierto la idiosincrasia mexicana como la festividad del Día de Muertos. La celebración del 1 y 2 de noviembre supone el apogeo del sincretismo entre las civilizaciones prehispánicas y la tradición católica española. La festividad de Muertos tiene un componente místico que la hace tremendamente atractiva a ojos del observador y ha logrado, con razón, ser catalogada por la UNESCO como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.

El Día de Muertos es el momento del año en el que los cementerios mexicanos devienen el escenario de una gran fiesta familiar para honrar a los difuntos uniendo, como en ningún otro país, el mundo de los vivos y el de los muertos.

En los camposantos, además de encontrar decoraciones con la vistosa flor naranja del cempasúchil y el tradicional papel picado, se instalan ferias de artesanía, puestos de gastronomía y los mariachis entonan sus cantos animando a los difuntos. Las catrinas se pasean coquetas por entre las tumbas y los alebrijes, guías espirituales con forma animal, también encuentran su lugar. A diferencia de Halloween, las calacas o calaveras y los esqueletos, desprovistos de cualquier componente tétrico, son decorados con vivos colores para animar la fiesta.

Como ya hemos mencionado, ese particular y asombroso acercamiento a la muerte que brinda México hunde sus raíces en tradiciones prehispánicas que los misioneros católicos supieron llevar a su terreno incorporando y enriqueciendo la festividad de Todos los Santos. Pero, sin lugar a dudas, el Día de Muertos va más allá de lo estipulado por la religión católica. En estas fechas las almas de los difuntos, siguiendo la luz que emana la vistosa flor del cempasúchil, cruzan el puente que une el infamundo con la tierra de los vivos. Es el reencuentro en el que el vivo habla de tú a tú con la muerte y los muertos.

La fiesta entre los vivos comienza unos días antes con la preparación, a finales de octubre, de los vistosos altares de muerto que cada familia coloca en un lugar íntimo del hogar para honrar al difunto.

El altar tradicional debe tener siete niveles o escalones. Uno por cada estadio por el que pasa el alma hasta poder alcanzar la paz espiritual. El arco que se coloca sobre el altar decorado con cempasúchil representa la puerta de entrada al mundo de los muertos. Y la cruz es el elemento de entronque con la religión católica.

Además, en el altar deben estar representados los cuatro elementos de la naturaleza. El fuego mediante candiles que estarán prendidos durante la festividad. El aire gracias a la incorporación del papel picado. El agua como sinónimo de purificación al colocar un vaso de agua en el algún lugar del altar. Y la tierra mediante las frutas, especias u otras bondades de la naturaleza.

La comida que se coloca en el altar debe ser siempre del agrado del difunto. La presencia del pan de muerto y de las calaveras de azúcar también son frecuentes y pretenden trasladar la idea de que la muerte no tiene por qué ser amarga, también puede ser dulce. Otros elementos decorativos del altar son las catrinas, los alebrijes u otros elementos que pudieran recordar al difunto.

Pero, sin lugar a dudas, el elemento más importante del altar es la foto del difunto. Todo lo demás es accesorio. Sin foto no hay altar ya que lo que se busca siempre es honrar a alguien. Mientras la persona sea recordada en el mundo de los vivos no habrá muerto definitivamente y la acompañamos en su viaje.

El festejo comienza oficialmente el 1 de noviembre. Ese día está especialmente dedicado a honrar a los niños muertos. El encendido de las velas del altar, el susurro de los nombres de los difuntos y la preparación de la comida son los primeros pasos en la celebración. La noche del 1, Noche de Muertos, las familias van a la misa en el cementerio y pasan el tiempo hablando con las tumbas y compartiendo la comida. El festejo dura hasta el día 2 de noviembre dedicado, este sí, a los difuntos adultos. Durante dos días los muertos viven nuevamente junto a los vivos. Como es lógico no en todo el país se celebra el día de Muertos de la misma manera ni con la misma intensidad. Hay múltiples variaciones y cada familia puede tener su particular manera de celebrarlo. Pero es en el centro de México, lugar donde estaban instaladas las civilizaciones azteca, mexica o teotihuacana, donde esta fiesta se vive con más fuerza.

Michoacán es uno de esos lugares donde la magia del Día de Muertos brilla con más fuerza. Resulta sobrecogedor ver cómo la Noche de Muertos, en el lago Pátzcuaro, los pescadores de la comunidad purépecha se lanzan al agua en sus barcas iluminadas con veladoras para guiar a las almas al cementerio en la famosa danza de los pescadores. Posteriormente toda la familia, sin importar el frío, pasará la noche en el cementerio haciendo compañía al difunto y compartiendo los manjares preparados.

El Día de Muertos es, pues, una lección de México al mundo. Una lección de cómo afrontar la muerte con humildad y como una fase más del ciclo vital.