El otro día un cliente me explicó que se había enfadado con su padre. Por lo visto, el padre le había trasladado una decisión familiar que implicaba un desembolso extra mensual para que disfrutaran de un servicio a nivel familiar, aparentemente mejor que otro que tenían contratado hacía años. Mi cliente sentía que el servicio que él había tenido contratado cubría sobradamente sus necesidades y el nuevo servicio le suponía un gasto adicional en el que no quería incurrir, ya que prefería darle otro destino a ese dinero. En ese momento se enfadó, ya que se estaba sintiendo obligado a hacer algo que no deseaba. Entonces, decidió comunicarle a su padre que él no quería contratar aquel servicio y que no lo iba a hacer, pese a entender que, quizás, el resto de su familia podía tener interés. El padre respetó la decisión de mi cliente y no hubo nada que lamentar. Automáticamente, en palabras de mi cliente, su enfado se desvaneció. Y era lógico.

En ese momento me estaba explicando, como si de un manual de gestión emocional se tratara, la función que cumple la rabia. Su rabia, como cualquier otra emoción, estaba cumpliendo una función indispensable para ocuparse de la satisfacción de sus necesidades. Cuando nuestras emociones son agradables, nuestras necesidades están satisfechas. Cuando son desagradables, no lo están. Y dentro del abanico de emociones, la rabia aparece cuando la satisfacción de las necesidades precisa de la definición de algunos límites. Los límites nos permiten decir que «sí» a lo que queremos y que «no» a lo que no queremos. Obviamente, cualquier decisión implica decir que «sí» a algo y decir que «no» a otra cosa, y cuando esa decisión no nos satisface profundamente, aparece la rabia para señalar que está faltando un límite. Cuando finalmente lo ponemos, dado que la rabia ha sido escuchada y ha podido cumplir su función, ésta desaparece.

Sin embargo, cuando no escuchamos a nuestras emociones, en este caso la rabia, aquellas «suben el volumen». Por eso, es frecuente oír a gente que dice que «va tragándose su rabia...hasta que estalla», a menudo desproporcionadamente, por una nimiedad. ¿Quién no se ha sentido así alguna vez? Pues bien, tan sólo se trata de una necesidad que precisa de un límite urgente para ser atendida. El desafío está en dar con la necesidad que «grita» a través de la rabia, pues solo identificándola, se podrá poner un límite realmente útil para atenderla...

La sabiduría popular ya sabía de esto cuando acuñó la expresión «más vale una vez colorado, que ciento morado», así que, ¿se te ocurre algún límite cuya ausencia haya desatado tu ira? Pues ya sabes, si quieres librarte de ella, pon ese límite.