Hace una semana nuestro hijo de casi 10 años me preguntó, delante de nuestra hija de 7, si los Reyes Magos eran los padres. Mi primera reacción fue decirle que en absoluto lo éramos, pero que sí que éramos sus ayudantes. Me insistió en que su amigo Gabriel le había dicho que los Reyes Magos no existían, pero pareció quedarse satisfecho con mi respuesta. Nuestra hija también se dio media vuelta y se fue a jugar. Sin embargo, me entró un gran dilema: ¿y si haciendo que nuestro hijo se creyera mi versión le estaba colocando en una posición que podía ser objeto de burla por parte de sus amigos? Me empecé a imaginar a nuestro hijo, que tiene tendencia a defender sus ideas con vehemencia, rebatiendo a sus amigos y también imaginé a aquellos, riéndose y diciéndole que yo le había engañado. No me gustó nada la idea, ya que, desde bien pequeño, cuando nuestro hijo está pasándolo mal y yo intervengo con razones para animarlo, la pregunta estrella suele ser «¿confías en mi?» y cuando dice «sí», noto como a los dos se nos rebaja la tensión. Eso no quería perderlo o dañarlo bajo ningún concepto. Al mismo tiempo, me venía el recuerdo de que hace unos dos o tres años nos «pescó» empaquetando en plena víspera del día de Reyes y apenas una semana después me dijo: ¿qué vi el otro día? Y yo le dije que estábamos ayudando a los Reyes Magos y se quedó tan campante. Él prefería creer a no creer, claramente. El dilema estaba servido, así que decidí hablar con una amiga psicóloga y, rápidamente, ella me dijo que me desaconsejaba mentirle a un niño de casi 10 años. Que muchos de sus amigos sabían la verdad, la mayoría, y que aquello podía ser muy desagradable para él. Esa misma tarde, lo cogí a solas y le conté la verdad, añadiendo que la víspera no se la había dicho porque estaba su hermana delante y ella era pequeña para saberlo y yo quería que mantuviéramos la magia con ella. Se quedó helado, mi versión del día anterior había sido mucho más fácil de digerir. Le pregunté si estaba triste con la voz quebrada y diciéndole que yo sí, porque había disfrutado mucho de la magia con él. Él contestó que se sentía raro, raro por no haberse dado cuenta en casi 10 años. Al cabo de un rato y a la canguro, le dijo que se había quedado sin infancia. Casi me muero cuando supe aquello. Solo quería encontrar la máquina del tiempo y devolverle la ilusión y la ingenuidad a nuestro hijo, borrar mis palabras, que en aquel momento me parecían desacertadas y crueles. Pensé en mil estrategias para tratar de hacerle creer en la magia de la navidad. Pero no podía hacerlo, no al menos como quería (algo así como haciéndole olvidar toda la racionalidad de mi explicación). Así que opté por vivir minuto a minuto cada una de sus reacciones y acompañarle con mucho amor, que eso sí que puedo hacerlo. De momento, me ha preguntado si el Olentzero (el carbonero del País Vasco que trae regalos en Navidad) y el Ratoncito Pérez tampoco existen y le he pedido a él mismo que se diera una respuesta. Y lo que no he parado de decirle es que, para los padres, desempeñar estos papeles está cargado de magia, de la magia de hacerles sentir curiosidad e ilusión. También le he dicho que no le voy a revelar algunos misterios, porque no para de preguntarme cómo he conseguido algunos regalos (difíciles de encontrar) a lo largo de su vida, y le he dicho que con mucho esfuerzo y amor. Le veo tranquilo y yo empiezo a estarlo de nuevo... Y sigo pensando que la magia sí que existe porque si no, ¿de dónde sacaríamos las energías los padres para gestionar todo lo que supone organizar una Navidad mágica?