Al finalizar la cena de navidad, y siempre que los niños estén profundamente dormidos, solemos proceder a la entrega de regalos. Es también tradición que algo falle, como una talla equivocada. Y en ese momento se produce la pregunta que desata algo así como un movimiento sísmico a nivel familiar. ¿Dónde está el ticket para la devolución? Horror. No aparece porque alguien, bienintencionado sin duda, al recibir los paquetes, ha tirado la caja en la que venía la prenda y, con ello, parece que se ha ido también el famoso ticket. En ese momento cierta frustración se adueña de mí, porque la prenda no era económica precisamente y, tal vez, no podemos pedir un cambio... Insisto, «¿seguro que se ha tirado la caja? Dentro venía el ticket para la devolución...». Confirmado, sí, se ha tirado. A partir de ahí esencialmente se empieza a repetir el mensaje de «no te preocupes», «hay cosas peores», «encontrarás una solución...», y algunos comentarios menos amables. En paralelo, mi rabia se despierta... Sólo necesito espacio para sentir mi frustración y mi preocupación, tengo infinitos recursos para tratar de reconducirlo, de hecho, mientras indagábamos sobre el paradero del famoso ticket, ya he mandado un email a la web donde compré la prenda. Pero necesito algo, algo muy sencillo, pero igualmente olvidado: que me entiendan. Siento que no dándome el espacio para la frustración y la preocupación, no me entienden y algo desagradable se enciende dentro de mí. ¿Tan difícil es decir «vaya qué faena, lo lamento...»? O preguntar, con cariño «¿cómo estás?». Pues bien, eso tan complejo es acompañar.

Otra situación, mi hijo comparte su habitación en un hotel en el que estamos pasando unos días. Una de las personas que comparte habitación con él ronca y él viene a contármelo, lamentándose por ello. Bien podría decirle «bueno, cuando duermas, no le oirás, así que duérmete tú antes» o incluso «no te quejes que no es para tanto». Sin embargo, le pregunto: «¿y como lo llevas?» y, lógicamente, me contesta que no muy bien. Mi respuesta es «ya, es que es un poco rollo que alguien ronque... ¿te despierta cuando duermes?», a lo que él responde «no, realmente no, solo lo oigo si me despierto» y yo «bueno, ¡menos mal!». A continuación, le pregunto cómo le puedo ayudar y, tras reflexionar unos segundos, me indica que no hace falta que haga nada. Entonces le pregunto, «solo necesitabas desahogarte, ¿no?», y él asiente mientras le doy un abrazo. No siempre me doy cuenta y lo hago así, quizás tenía reciente mi propia necesidad de hace unos días y eso me hizo recordarlo...

Cuando a alguien le sucede algo que le contraría normalmente lo último que necesita es:

- Que le quiten importancia a lo sucedido con frases del tipo «no pasa nada», «hay cosas peores», o «ya pasará». Son afirmaciones retóricas que transmiten poca empatía.

- Que le ofrezcan soluciones inmediatamente, pues ya las encontrará cuando se le pase el disgusto...

- Que le hagan algún reproche relacionado con lo sucedido como cuando te dicen «pues tú también...» o «entonces no haber pedido...», o incluso «te avisé, estaba claro...»

Lo que agradecerá esa persona, si está expresando su contrariedad, será que le acompañen de forma genuina, sin interferir, cuestionarle o invadir su espacio. Algunos trucos para poder acompañar de forma efectiva:

- Preguntar «¿Cómo estás?».

- Ante expresiones de frustración, afirmar «no me extraña que te sientas así, yo también me frustraría/agobiaría en esa situación, cómo te entiendo...»

- Preguntar «¿Quieres que haga algo?» o «¿cómo te gustaría solucionarlo?»

Pero ojo, ese acompañamiento necesita ser genuino, desde la aceptación de lo que le esta pasando al otro, sin juzgar que sienta lo que siente, sin tratar de hacerle cambiar de opinión o emociones, ya que éstas pasarán naturalmente, pero siempre, siempre, necesitan su espacio... Si no, el acompañamiento puede resultar aún más irritante que la propia causa de la contrariedad.

Y tú, ¿cómo acompañas?