Normalmente, me suele gustar que las sesiones de coaching individual tengan una periodicidad quincenal, ya que me parece el tiempo ideal para poder poner en práctica los compromisos adquiridos entre sesión y sesión, y no se pierde el hilo de lo trabajado en la sesión anterior. Una clienta que ha estado viniendo cada quince días me planteó esta semana si podía venir una vez al mes, al menos temporalmente, ya que económicamente tenía que ajustar el gasto. Lo pensé unos segundos y le contesté que podíamos hacerlo así, y añadí que, mediado un mes entre sesión y sesión, era más importante que nunca respetar su compromiso con las tareas que acordáramos, para sostener su proceso de cambio durante estas semanas. Pese a mi claro «sí» a su petición, la clienta insistió en que, si no me parecía bien, continuáramos con la periodicidad quincenal. Literalmente, me decía que «le sabía mal» pedirme algo así. Sin titubear, le respondí que sabía perfectamente lo que le había contestado y que a mi no «me sabía mal» y que no se preocupara porque yo sabía decir que «no».

Lo siguiente que hicimos fue coger nuestras respectivas agendas y buscar el día y hora concretos para vernos en un mes. Cuando ya lo teníamos anotado en la agenda, indicó que, con tanta antelación, esperaba no olvidarse de la sesión. Y como quien piensa en voz alta, mencionó la posibilidad de que yo le recordara la sesión, pero rápidamente rectificó y dijo que no me lo iba a pedir. En ese momento, con toda la intención del mundo, le pedí que me pidiera que le mandara un recordatorio. Se mostró reticente y sorprendida pero lo hizo. Acto seguido, le respondí que no me iba a ocupar de recordarle la cita, ya que creía que tenía suficientes recursos para acordarse por sí misma. Se echó a reír, lógicamente. Después de esa conversación previa, quería que me escuchara decirle «no», un «no» convencido, tanto como el «sí» que le había dado unos minutos antes.

El propósito que yo perseguía con esta situación era doble:

1. De una parte, ganar en credibilidad, mostrándole a mi clienta que, cuando quiero decir que «no», lo digo claramente. Esto es importante ya que se refuerza la credibilidad del «sí» anterior, pues es pronunciado por alguien a quien le has escuchado decir «no». En mi caso, desde luego, cuando digo «sí», no cabe la menor duda de que es un «sí» sincero. Alegrémonos, pues, cuando alguien nos dice que «no», ya que posiblemente está mostrando el sello de calidad para sus «síes»€ Además, no nos engañemos, los falso «seis» destilan un «tufillo» que para olfatos avezados, es fácilmente detectable€, con independencia de las palabras pronunciadas.

2. De otra, cuidar la relación con mi clienta. Si yo no me quería ocupar de su agenda, pero le hubiera dicho que «sí», habría contribuido a que se generara una tensión entre nosotras. Fácilmente podría elaborar ideas sobre lo excesivo que me parecía que me tuviera que encargar de su agenda, o de lo poco comprometida que ella estaba con el proceso, o incluso, habría podido agobiarme con una tarea más, de las muchas de las que ya me ocupo. Evidentemente, yo tendría mucha responsabilidad por haber dicho un falso «sí». Sin embargo, diciendo que «no», preservo nuestra relación de tensiones innecesarias, gestiono mejor mi tiempo y, de paso, empodero a mi clienta para que se haga cargo de su responsabilidad sobre el proceso de cambio, lo que incluye el recordar sus citas conmigo.

Es importante recordar que el «sí» y el «no» son dos caras de la misma moneda. Cada vez que decimos que «sí» a algo que queremos decir que «no» estamos renunciado a algo valioso para nosotros y, sin darnos cuenta muchas veces, contribuimos de forma muy negativa a la salud de nuestras relaciones, bien erosionando la confianza, bien generando desgastes innecesarios.

¿Qué «no» te has dejado en el tintero y ha perjudicado una relación? ¡Corre, aún estás a tiempo de rectificar€!