Peix i Brases es un restaurante muy especial. Además de calidad, tiene alma, personalidad e identidad. El mundo de la cocina creativa se ha vuelto tremendamente aburrido. Salvo honrosas excepciones, esos restaurantes que se suponen imaginativos, acaban pareciéndose los unos a los otros como dos gotas de agua. Se llaman «de autor», pero no hacen otra cosa mas que seguir las tendencias. Con frecuencia, viajas de un restaurante a otro con la sensación de que tu silla sigue siempre en la misma mesa.

Frente a esa letanía, Peix&Brases plantea una cocina con sello propio. Una cocina en la que se juega con el producto para hacer platos imaginativos donde la materia prima se ve, se reconozca y aprecie. Es la consecuencia de unir en el mismo proyecto a Tomás Arribas y José Manuel López. El primero, propietario, es un fanático del producto. El segundo, jefe de cocina, un chef formado en los restaurantes más punteros que domina la técnica y sabe jugar con las armonías. Sin López, Tomás probablemente se hubiera quedado en sus fantásticos garbanzos con langosta. Sin Tomás, José Manuel López tal vez se hubiera convertido en uno más de esos cocineros sin personalidad que buscan en las portadas de las revistas una inspiración que nunca llega. Juntos han desarrollado una de las cocinas más personales del país. Hubiera reconocido como suyo cada uno de los platos que me sirvieron en su largo menú degustación. Las espardenyas a la brasa con crema de verduras alcachofas y flor de borraja; las huevas de erizo con setas y alficós; las cocochas de bacalao con yema de huevo atemperada con putillas fritas y trufa negra€ Esas espardenyas, esas cocochas o esos erizos se disfrutarían en un plato desnudo porque son de una calidad incuestionable. Pero José Manuel sabe ponerlos en un contexto en el que, lejos de quedar en segundo plano, acaben resultando más interesantes.

Dos platos son obligados en la comanda. El primero es el pulpo seco. En ningún otro sitio lo he probado con esta textura tan agradable y con un sabor tan elegante. El segundo es la gamba. Enorme, fresquísima y cocida en agua de mar hasta dejarla en un punto inmejorable. Acompaño a López a la lonja y descubro el secreto. Allí, mando en mano, me va explicando los misterios que esconden cada caja que pasa por la cinta. Me confiesa que él sólo compra de dos barcas (La Troya y la Mediterranium) porque según el capitán de cada nave puede predecir su calidad. Me enseña la diferencia entre la gamba de día y la de turno (esa que proviene de embarcaciones que pasaron una noche en alta mar), me va cantando las debilidades y fortalezas de cada barca y cada patrón. En esta misma lonja, y con ese mismo mando, compró un enorme dentón de 10 kilos que disfruté a la brasa con una guarnición de garrofón, tavella y napicol.

Un plato marca el camino que no hay que seguir. Se trata de un guiso de habas con sepia y caracoles. La sepia se hierve y tritura para dar forma a un ravioli que encierra los caracoles y las habas. No está malo, pero esconde y disimula el producto alejándose de ese sello de la casa que tanto me gusta.

En la sala descubrí a un Jose Ignacio Arribas inconmensurable. Tengo la sensación de que José Ignacio pasa demasiado desapercibido. Nadie discute su habilidad para gestionar la sala, pero creo también que nadie ha sabido valorarlo más allá de eso. Tiene tino para elegir los vinos y está construyendo una bodega interesante y personal que despierta la curiosidad del más pintado. Parece que él prefiere quedarse en un segundo plano, pero merecería, si quisiera, más protagonismo.