Hace una semana me ponía nerviosa que la gente me contara mensajes alarmantes sobre el coronavirus. Sentía que estábamos viviendo una situación desconcertante, llena de mensajes contradictorios ultraalarmistas por un lado (dentro de la sociedad civil) y mínimas medidas por parte de las instituciones públicas, que yo interpretaba como un llamamiento a la calma. Lo que más me preocupaba era el daño que tanta incongruencia iba a producir en la economía.

El martes algo empezó a cambiar en mí, los mensajes que me llegaban de mis amigos italianos, que estaban viviendo una realidad totalmente diferente, con medidas drásticas y necesarias para contener una epidemia (o pandemia) imparable... Las noticias de que en Madrid estaban totalmente desbordados, no sé... El miércoles mi hijo cumplía diez años y no había nada que deseara más que hacerle feliz, que celebrarlo con él como llevaba semanas soñando. Sin embargo, a media mañana, mi marido y yo decidimos cancelar la fiesta, algo nos decía que podíamos estar siendo irresponsables. Con el estómago encogido fuimos al colegio, sacamos a mi hijo de clase y le explicamos que posponíamos la fiesta porque queríamos celebrarla tranquilos y veíamos que, en estas circunstancias, ni nosotros ni muchos padres lo estábamos realmente. Sostener su tristeza y la nuestra propia fue doloroso. Después, la tarde fue entrañable y le dimos la vuelta. Pero aún me quedaba un dilema importante: el jueves muy temprano cogía un vuelo para trabajar dos días en Lisboa. Era el único proyecto que no me habían cancelado en el mes de marzo y mi compañera había volado de víspera, necesitaba ese dinero y no quería dejarla sola. Al mismo tiempo, tenía miedo de quedarme atrapada en Portugal, veía que apenas había casos de coronavirus allí, pero de ningún modo quería quedarme separada de mi familia y veía cierto peligro. Con esa bola en el estomago cogí el vuelo al tiempo que compraba billetes para volverme el viernes, en lugar del domingo como habíamos planeado con ilusión hacia meses. El jueves fue una montaña rusa, los ánimos estaban relativamente serenos en Portugal pero, a medida que avanzaba el día, las noticias que se iban sucediendo eran más alarmantes, con el cierre inmediato de colegios en España. Nuevamente, sentí mucho miedo de no poder volver. Nuestra actividad del viernes seguía en pie, con mucha incertidumbre. A las diez de la noche del jueves se canceló oficialmente la actividad y pedimos que nos gestionaran el cambio de vuelo para lo antes posible el viernes. Las horas que transcurrieron desde que nos despertamos en Lisboa hasta que nuestro avión despegaba fueron inquietantes: conseguir el cambio de vuelo, la espera en el avión que no despegaba, mientras llegaban las noticias del decreto del estado de alarma en España y de alerta en Portugal... Finalmente llegamos a casa. Estar cerca de mi familia me dio la paz necesaria para asimilar que ahora nos tocaba quedarnos juntos (y solos) un mínimo de catorce días en casa.

En el ínterin, las inevitables conversaciones por whatsap se tornaron desagradables. La poca información fidedigna de la que disponía la fui compartiendo con personas queridas y algunas me tildaron de alarmista y divulgadora de bulos (a mí, ¡¡que había sido la escéptica del grupo!! ¡¡Cómo explicarles que, precisamente por eso, ahora lo que les compartía era fidedigno...!!). En fin. Me embargó mucha tristeza, a la par que me decía que cada uno estábamos viviendo esta situación lo mejor que podíamos (o sabíamos).

Y ahora que muchos estamos más o menos concienciados de la necesidad de quedarnos en casa, todavía nos llegan imágenes de gente despreocupada en algunas zonas de España. Incluso, hoy he visto como una mujer trataba de saludar con dos besos a otra que se echaba para atrás... Así no serán catorce, no, así serán catorce, más los días que tardemos en que todo el mundo se conciencie y empiece sin excepción a cumplir las pocas, aunque incómodas, medidas que nos han pedido.

Detecto también una suerte de necesidad de hacernos los valientes, de no expresar miedo, o tristeza, y me pregunto qué nos pasa, si tenemos un problema de orgullo... (o quizás yo soy diferente porque si siento esas emociones... ). ¿Nos da vergüenza asustarnos lo justo, que no es lo mismo que entrar en pánico, y aceptar la gravedad de lo que está pasando y aceptar las incómodas medidas que nos sacan de nuestra confortable vida, ya pasada? La vergüenza es una emoción mixta y, básicamente, aparece cuando creemos que lo que sentimos o hacemos no deberíamos sentirlo, ni haberlo hecho. Para aquellos que crean que el miedo es malo y, por tanto, crean que no debemos sentirlo, sólo recordaros que el miedo es la emoción humana que aparece para que nos dotemos de recursos ante una amenaza, sin miedo seríamos temerarios. ¿Interesante? Por tanto, esas dosis de miedo que aparecen lo hacen porque necesitamos dotarnos de recursos, para hacer frente a una amenaza real que nos hemos encontrado en el camino, y no ser temerarios. El miedo tiene diferentes grados, si no nos dotamos de recursos, puede ascender hasta el pánico, y si nos dotamos de recursos, puede reducirse a prudencia.

Por favor, que no sea la vergüenza y, con ella, la negación del miedo, la que los condene en esta montaña rusa, y quedémonos en casa, salvo por razones muy justificadas. Así mismo, cuidémonos entre nosotros, en lugar de juzgarnos por cómo procesamos emocionalmente esta situación, y cojamos fuerzas para que, cuando ello sea posible, reconstruyamos nuestras vidas con una conciencia renovada de que el granito de arena individual SÍ que cuenta.