No es fácil ser valenciano. Lo dice un mural en el barrio del Carmen, y lo confirma el Museu Valencià d’Etnologia -l’Etno-, que ha remodelado su colección permanente bajo esta premisa. No es fácil ser valenciano porque en este mundo globalizado no es fácil ser algo que no sean los demás. Y no lo es porque un montón de tópicos macerados en el tiempo y la política nos dificultan saber cómo somos en realidad. Y no lo es porque hay muchas maneras de ser valenciano, tantas que no todas caben en esta exposición.

Los murales de Lanenaguapa y David de Limón - falleras, castelloneras y festeras de Alicante, labradores cosechando antenas, bombarderos lanzando turistas sobre Benidorm… - nos acompañan a través de una escalinata hasta las puertas de la exposición permanente «No és fàcil ser valencià». La muestra se divide en tres secciones - ciudad, horta y marjal y secano y montaña -, todas ellas con multitud de piezas que forman un puzzle cuyo resultado final se aproxima bastante a lo que vendría a ser una imagen global de la cultura popular valenciana. Un puzzle que, como todos, no se completa sólo, es el espectador el que debe montarlo.

Por eso, la primera parte de la muestra, la dedicada a la ciudad, nos incita a reflexionar sobre lo local y lo «glocal». ¿Qué es lo «glocal»? Es lo global y lo local junto, una fallera comiéndose una hamburguesa en el Burger King o el orinal decorado con un dibujo de Mickey Mouse que nos da la bienvenida a la exposición. El orinal no tendría mucho de especial si no fuera porque es de cerámica y se fabricó en l’Alcora unos pocos años después de que Disney crease a su personaje. Y eso ocurrió en 1928. Es, pues, uno de los primeros ejemplos de los efectos de la globalización en nuestra cultura y del poder del «trademark»: la fábrica de sueños obligó a la de los orinales a dejar de usar su mascota.

El discurso que enfrenta a «local» y «glocal», recorre esta parte de la exposición entre tartanas y 600, telares y «coworkings», tiendas de reparación de electrodomésticos y cabinas de teléfono cuya supervivencia hace que nuestros hijos nos miren como a seres inferiores. Hay un momento en el que l’Etno confronta ese lugar antropológico que es la Estación del Norte, un edificio que solo podría estar en València, y ese «no lugar» que es la Estación de Joaquín Sorolla, un edifico que podría estar en cualquier otro lugar del mundo.

Unos pasos más allá, tras pasar junto al primer ascensor que hubo en València (estaba en un edificio de la calle San Vicente) lo local, una habitación de principios del siglo XX se vuelve «glocal» gracias a un vídeo que transforma el mobiliario antiguo por el Ikea y se lo ofrece a los turistas en Airbnb. Y lo mismo le pasa a la paquetería de S. Carbonell, un antiguo comercio del barrio de Russafa trasladado al completo a l’Etno, sin que le falte ni un botón ni un hilo ni un par de medias. Frente a él una máquina de vending nos ofrece lo mismo las 24 horas aunque, a diferencia de lo que seguramente hacía el señor Carbonell, ni nos da los buenos días ni sabe si usamos un M o una L.

Salimos de la ciudad y un pasillo en forma de Benimaclet nos lleva a la huerta. ¿Es la huerta del levante feliz, la de las lustrosas falleras recogiendo lustrosas naranjas frente a una barraca en la que se cocina una paella? Esa huerta la vemos, sí, pero la exposición del Etno no enseña que debajo de ella está el trabajo salvaje que requería transformar los humedales en tierras productivas, y nos recuerda que las barracas eran en realidad infraviviendas para los que no podían tener nada mejor.

Pero «No és fàcil ser valencià» nos cuenta también que el «llaurador» solía ser también un pequeño emprendedor con una visión comercial tremenda. Lo comprobamos en las vistosas etiquetas de las naranjas adaptadas a la cultura del país donde se iban a vender, o en ese extraño prototipo de recipiente para conservar la fruta al vacío que aún guarda cinco pequeñas naranjitas renegridas en su interior.

Dejamos la huerta y subimos al interior, a la tierra de los valencianos de secano. Es el país en el que no se suele pensar cuando alguien habla de nosotros, los valencianos, el de la piedra en seco y la filoxera, el de los pueblos industriales que dominaban el papel, el juguete y la lencería femenina. Observamos una colección de máquinas Singer porque también es el país de las miles de mujeres que se dejaron los ojos ante la máquina de coser sin haber cotizado ni media hora. Y vemos las fotos de esas fiestas de solteros que se organizaban en los pueblos que se habían quedado sin chicas jóvenes porque se habían ido a servir a la ciudad. Del techo, en «l’andana de la memòria», entre decenas de objetos, cuelga un pequeño féretro comunal que utilizaban en Alpuente para que las familias más pobres pudieran velar a sus hijos. Seguramente antes era aún más difícil ser valenciano que ahora. Así que nada de nostalgias, por favor.