Óscar Pecero y Ana Llopis se conocieron en el País Vasco. Él llegó hasta allí en el 2011 desde Tampico (México). Vino para hacer sus prácticas recién acabados los estudios de cocina y se quedó para siempre. Trabajó en Mugaritz, el Bodegón Alejandro y Kursaal. Ana, por su parte, es hija de hosteleros y, aunque estudió Relaciones Laborales, siempre tuvo claro que acabaría en el sector. Por eso fue a San Sebastián para estudiar en el Bask Culinary Center. Primero estudió gestión y luego sumillería. Curriculum no les falta a los chavales. Se han formado en la vanguardia, allá donde se forjan las tendencias, pero, curiosamente, se alejan de ellas. Esto se parece más a un restaurante de mercado que a cualquier otra cosa. Aunque hay mucho de otras cosas. Hay, por ejemplo, un inevitable toque étnico derivado del origen mejicano de Óscar. Ese toque aparece a veces en platos puramente mejicanos, como la inflada de maíz que rellena de piña a la brasa y panceta al pastor (un marinado muy tradicional en aquellas cocinas). En otras ocasiones, sin embargo, aparece enriqueciendo platos ajenos al recetario de sus antepasados. Por ejemplo, cuando acompaña un ortodoxo carré de cordero con un auténtico mole que prepara con una combinación de 50 ingredientes, muchos de ellos traídos ex-profeso desde el otro lado del charco. Pero la cocina de Óscar respira, sobre todo, mercado. Para muestra, un botón: el mejor plato de la carta es un chipirón del norte enorme y fresquísimo que se acompaña sólo con una delicada salsa elaborada con su tinta, cebolla, pimiento, tomate y un toquecito de harina de arroz que ayuda a darle textura. También es bueno el bonito en escabeche casero con encurtidos que se acompaña con una beurre blanc de libro. 

Óscar y Ana son de una nobleza admirable. Si el rodaballo es de piscifactoría te lo reconocen sin complejos (los precios tampoco permiten grandes lujos) y si la corvina es de playa, te la recomiendan encarecidamente. A esa corvina (que luce un tamaño descomunal), le dan un tratamiento de maduración en cámara. La maduración de pescados se popularizó en España el año pasado de la mano de Dani García. Dry-aged fish, le llaman los pijos. Esa técnica llegó hasta Apapacho de la mano de Ludovico Rolandi, un italiano que acompaña a Óscar en cocina y trabajó durante años en Londres, donde este método se popularizó antes que aquí. La técnica consiste en colgar pescados (siempre de gran tamaño) en la cámara de frío durante un tiempo que aquí va desde los 5 hasta los 10 días pero que en maduraciones extremas llega hasta las tres semanas. El resultado es un pescado más firme, menos jugoso y, dicen, más sabroso. Yo aún no he probado un ejemplar madurado en el que no haya sentido nostalgia de un pescado fresco de los de toda la vida. Tampoco aquí y tampoco éste. Ojo, los pescaderos saben que ciertos ejemplares de gran tamaño y músculo firme requieren de algún tiempo de reposo para relajar la carne (meros, dentones, grandes lubinas…) pero un día, dos días o a veces sólo unas horas son sufic ientes. De ahí en adelante entramos en ese terreno en el que las reacciones enzimáticas comienzan procesos que no siempre controlamos.

Con cada viaje a México la bodega de Apapacho se llena de unos tequilas de ensueño. Conviene preguntar a Ana por ellos porque nos descubrirá un mundo del que casi nada conocemos.