Me gusta Tula porque se parece a Tula. A pesar de haber recibido una estrella michelin conserva ese aire de ingenuidad con el que abrió sus puertas hace ahora cuatro años. Descubro en Borja la misma preocupación por el resultado del plato y veo a Clara Puig otear el futuro con la misma prudencia e incertidumbre de quien se sabe en los principio inciertos de una carrera empresarial que acaba de comenzar. Ocurre con frecuencia que al restaurante tocado por la gracia michelin le entra, de repente, la necesidad de parecerse a aquello que la guía espera de él. Pero eso es una entelequia que nadie conoce. Nadie sabe qué criterios guía a la publicación roja en sus juicios. Pero el restaurador premiado teme perder el honor de lucir la estrella y se vuelve loco. Empieza a hacer y comprar todo lo que él cree que valorará la guía. Mobiliario nuevo, una cubertería mejor, más cristalería … cambiará los platos y hasta la propuesta. Seguramente inventará un menú largo y estrecho y empezará a poner nombres finos a los platos. Cambios, cambios y más cambios hasta acabar desdibujando la personalidad de su restaurante para conseguir que se parezca demasiado a los cientos de restaurantes que en España lucen la dichosa estrella. Todos iguales, todos cortados por el mismo patrón hasta asemejarse los unos a los otros como gotas de rocío.

Por suerte, Tula no ha caído en esa tentación. Al menos todavía. El Tula de hoy es el mismo que dejamos el otoño pasado. Sólo que ahora hay más clientes. La estrella ha venido con un pan debajo del brazo y, conseguir mesa, es cuestión de semanas (tres en mi caso). Por lo demás, todo sigue igual. La misma decoración, el mismo personal (con algún profesional más para atender la demanda) y, lo más importante, la misma cocina. Tula se mantiene en esa cocina con mucho fondo que hace de Borja un cocinero con personalidad propia. Muy pocos de esos restaurantes estrellados se atreverían, como hace él, a poner unas alubias con níscalos. Lo mejor es que todos los platos tienen esa manera de cocinar que es la firma de Borja. Sabores rotundos, modelados con magia para convertirlos en bocados inolvidables. Esa magia se llama trabajo. Cada plato es una receta sofisticada repleta de elaboraciones. Las alcachofas, por ejemplo, se cuecen en un consomé de pescados azules, descansan en una crema de alcachofas ligada con grasa de caballa y se bañan con parte de ese mismo consomé. Potente pero elegante es la salsa chorón (una especie de bearnesa con tomate) que se nutre con atún rojo adobado como si de un chorizo se tratara. Incluso, cuando toca el marisco, se mantienen esas aptitudes: ostra escabechada con salsa de cacahuete y ajo negro, gamba blanca a la parrilla con crema de coliflor y escabeche de pollo… Llegados los postres es obligado pedir el arroz con leche. Borja trabajó durante años en Casa Gerardo (Asturias) y de allí se trajo la receta. Sin la leche de aquellas vacas el resultado no es el mismo, pero casi.