La pandemia ha atacado injustamente a la hostelería española. Yo no sé si el límite para una sociedad segura está en las reuniones de 6 ó de 16. No sé si el aforo de un restaurante ha de ser de un tercio o del 50 por ciento. Lo que está claro es que, en cualquiera de esos escenarios, el restaurante se convierte, sin comerlo ni beberlo, en el gran damnificado económico de esta crisis. Reclamo del lector un ejercicio de empatía. Ponernos en la piel de todos esos empresarios y trabajadores que han visto interrumpidas sus biografías en beneficio de todos nosotros. Porque ese es el mensaje institucional. Paralizamos (o ralentizamos) la hostelería para que la sociedad se defienda del virus. Si asumimos esas premisas, las consecuencias parecen lógicas. Deberemos, entre todos, compensar el perjuicio ocasionado. Empatizo con cada uno de los hosteleros, porque todos están sufriendo. Pero me siento especialmente sensibilizado con esa nueva hornada de jóvenes cocineros que lanzaban sus negocios justo antes de que se anunciara la crisis sanitaria. Restaurantes como Fraula, Apapacho, La Cábila o este Namúa. Víctor Soriano ya tenía un primer Namúa abierto en la plaza Vicente Iborra. Hacía una cocina informal con tintes creativos. Le iba bien y quería más. Por eso se atrevió con un segundo restaurante en el que aspirar a una cocina más evolucionada, más personal y más ambiciosa. Pretendía abrir para las fallas del 2019. Y todos sabemos lo que ocurrió. Al final abre en noviembre y se ve en la obligación de cerrar (al menos temporalmente) el viejo local. Sin turistas ni ocio nocturno, El Carmen está muerto y sus negocios condenados. Pero Víctor no se rinde y traslada a este nuevo local las dos propuestas. El ambiente informal y la cocina creativa. Ambas opciones tendrán que convivir en el mismo espacio hasta que las perspectivas cambien.

Superando límites Namúa

La cocina de Víctor Soriano

Me interesa, especialmente, el Víctor ambicioso que busca instalarse entre los cocineros más creativos. Tiene escuela y mano como para atreverse. Se educó a la vera de Raúl Aleixandre, y eso son palabras mayores. Cuando uno pasa cinco años bajo las faldas de ese mago sale con ciertos valores interiorizados: el producto manda, el sabor importa, la técnica no se reivindica… En su menú, Víctor ha de renunciar a alguna de esas premisas. A veces por el precio, a veces porque ha de hacer concesiones a un público que busca un cierto efectismo… pero aún así se percibe la mano de un cocinero con buen gusto que sabe a donde quiere llegar.

El menú está repleto de guiños a la tradición valenciana. Desde su ostra en ceviche valenciano (con tramuces, citricos y cacao) hasta una buenísima croqueta de blanc i negre. Víctor debería de entender que su mejor valor está en el gusto. Los platos más francos y más directos son los mejores. Su tartar de pato curado es espectacular y su tuétano con guiso de navajas y cresta de gallo está muy rico. Sin embargo, cuando pone por delante la sorpresa al sabor, su calidad decae. Su versión de la ensalada valenciana, esferificación incluida, me recordaba más a un salmorejo que a una ensalada y el atún marinado con velo de panceta y guacamole es más bonito que sabroso.

En estos días tan duros, todos los hosteleros merecen nuestro apoyo, pero jóvenes como Víctor, especialmente. Son el talento con el que construiremos la cocina de la próxima década. No podemos renunciar a ellos.

Restaurante Namúa