Escribo esta nota en el aeropuerto JFK, esperando el avión que me lleve rumbo a casa. Mi estancia de tres semanas en Nueva York me ha permitido hacerme una idea bastante clara de la situación real de la pandemia en la ciudad que nunca duerme.

Mi padre acaba de mudarse allí, trabajará en Nueva York unos años. Le ayudé a instalarse, no tuvo que proponérmelo dos veces. Nyc es mi Edén.

Debo confesar que, billetes en mano, me dirigí allí con un poco de miedo en el cuerpo. A todo aquel a quien contaba mi aventura, me advertía que no fuera. Escuchando y leyendo noticias, todos habían llegado a la conclusión de que los Estados Unidos padecían una crisis sanitaria mucho peor que la de España y que contagiarse de COVID era casi inevitable. Yo misma leí un artículo en uno de los diarios nacionales en el que su autor relataba una Nueva York a punto del colapso total. Describía calles desiertas, gente sin ánimo y locales de negocio que a primera hora de la tarde bajaban sus persianas hastiados de no haber tenido un solo cliente. El escrito no se detenía allí: un servicio de metro en condiciones deplorables transportaba a los insensatos que se atrevían a salir, en compañía de unas cuantas ratas que se habían adueñado de la red de vías subterráneas. La conclusión del periodista, tras semejante análisis, era contundente: Nueva York nunca volvería a ser la misma.

A mi edad, lees esta información, la procesas casi automáticamente y te la crees. Las voces de tu entorno la confirman, alimentadas seguramente por fuentes similares. Llegué a pensar en cancelar el viaje, pero mi padre me disuadió. Afortunadamente viajé y eso me permitió ver con mis propios ojos lo que otros cuentan y formarme una opinión a través de mi experiencia. Por supuesto que hay COVID en Nueva York, pero no todo vale, conjeturas e hipérboles no pueden dominar nuestros medios de comunicación.

Generar miedo no ayuda, hay que procurar información de calidad para que la concienciación de la ciudadanía sea también la correcta. Entiendo que la gravedad de la crisis sanitaria mundial genere alarma y acepto incluso que el informante recurra a la dramatización de la noticia para ganar expectación, pero sin cruzar el límite de faltar a la verdad. Y decir que Nueva York está a punto de caer en el abismo no es cierto.

En mi opinión, la subjetividad de los medios de comunicación es inevitable y a veces necesaria para embellecer escritos, mover conciencias o generar corrientes contradictorias, pero en exceso puede provocar opiniones equívocas y reacciones individuales o colectivas peligrosas.

Permitidme que dé fe de que Nueva York está bien (o tan mal como el resto, que viene a ser lo mismo).

La mayoría de la gente lleva mascarilla, los restaurantes han sacado las mesas a la calle manteniendo las distancias que establecen las autoridades sanitarias. Los museos, que se mantuvieron cerrados hasta el pasado 27 de agosto, han reabierto sus puertas (tuve la suerte de poder visitar un MoMA casi desierto).

El metro funciona y se limpia correctamente, yo no vi más mamíferos que seres humanos. Eso sí, muy poca gente en todas partes que es lo que a día de hoy mejor evita la propagación del virus. Por cierto: los neoyorquinos también nos creen a todos los españoles contagiados y a punto de la extinción.