El boom de la cocina creativa expulsó el talento de los buenos restaurantes de mercado. Entre la foto de Ferran y la de Arzak, no cabía la imagen de un guisandero orgulloso de sus cazuelas. Andábamos demasiado deslumbrados por las espumas como para fijarnos en las lentejas. Sólo cuando nos cansamos de las esferificaciones, le dimos una oportunidad al producto. Y ahí estamos ahora. Con Echevarri situado entre los cinco mejores restaurantes del mundo y las brasas convertidas en la tendencia de moda. Ojalá ese paso sea sólo una estación en un viaje que nos lleve a entender que todas las cocinas exigen oficio. Que hacer una buena paella tiene muchísimo mérito, que un escabeche de toda la vida puede llegara a ser sublime sin necesidad de que el cocinero le haya dado su toque personal, que unas bravas merecen el mismo cariño que una salsa holandesa.

Llegará, ojalá, el día en que nos rindamos ante el guiso. De momento la atención y el «respeto» están puestos en las brasas. Con la foto de Bittor en los periódicos y grandes chefs como Dacosta o Nando Jubany rendidos a las ascuas, jóvenes cocineros con ganas de hacerlo bien entienden que su «talento» está bien empleado al servicio de las brasas. Y salen, como de la chistera, jóvenes con ganas de hacer bien las cosas como Jesús Gor y Borja Perellada. Ambos se han formado en las mejores cocinas del país (Mugaritz, Camarena, David Muñoz), incluso han trabajado en el extranjero para interiorizar esos sabores que ahora están tan de moda. Pero no necesitan un largo menú degustación para sentirse orgullosos de su oficio. Prefieren regalar al cliente la felicidad de un rodaballo antes que la sorpresa que encierra un plato de autor. Jesús reconoce que siempre soñó con un restaurante en el que dar de comer lo que a él le gustaría encontrar en el plato. «Un día, cuando trabajaba en Mugaritz, le pregunté a Andoni donde podía comer el día libre y me dijo que pidiera un besugo en Katxiña. Entendí que me lo pasaba muy bien trabajando en la cocina creativa, pero cuando salía a comer buscábamos otra cosa». Así que cuando se establecieron por su cuenta lo tuvieron claro: un asador de producto. El plato estrella es el rodaballo. Son silvestres y pesan entre kilo y kilo y medio máximo. Nunca más que eso. Es, según ellos, el tamaño perfecto para que quede jugoso en el centro sin pasarse de cocción en los extremos. El paso por las brasa es toda una ceremonia. Lo asan a fuego lento al mismo tiempo que se va regando con un refrito de ajo y guindilla mezclado con zumo de limón y vinagre de manzana. Luego, basta desespinar el rodaballo en la bandeja, para que ese jugo se emulsiona con el colágeno del pescado para conseguir un pil pil maravilloso. Quienes no eligen el rodaballo suelen refugiarse en la carne. Es de Simmental (una raza de vaca que está adquiriendo mucho predicamento). A Jesús le gusta mucho porque «tiene la infiltracion de grasa justa para ofrecer sabor y cuando te la echas a la boca siempre está tierna. Sea el trozo grande o pequeño, caliente o frío se deshace en la boca».No son partidarios de la sobremaduración (una técnica que gracias a dios está pasando de moda). Nunca más de 45 días. Por muy vieja que sea la res. Con eso basta. Lo dicen ellos y yo lo subscribo yo.

De entrantes, cosas sencillas pero muy ricas: unos puerros a la brasa previamente hervidos, un carpaccio de picaña que recuerda genialmente a una cecina gracias a la grasa ahumada que lo rocía, o unas cocochas tan buenas que hacen que la ración parezca escasa.

Me alegra mucho descubrir que las nuevas generaciones se atreven a aspirar a todo sin que su horizonte se reduzca al largo menú degustación. De momento han ampliado sus vistas hasta el producto y las brasas. Ojalá que pronto lleguen a la cocina tradicional, al tapeo y a las barras. Cerraremos entonces el círculo que se empezó a dibujar con las espumas y sólo se podrá cerrar cuando también incluya a los garbanzos.