En tan solo cuatro años se ha convertido en una de las actrices más solicitadas del cine español. Patricia López Arnaiz tardó en descubrir su vocación, pero a punto de cumplir los 40 años ha demostrado que nunca es tarde para llegar a la cúspide. En 2020 la pudimos ver en «Uno para todos», de David Ilundain, y en «Ane», de David Pérez Sañudo, donde se convirtió en la protagonista absoluta dejándonos boquiabiertos con su fuerza y, al mismo tiempo, su fragilidad, mientras soltaba diálogos en euskera como una ametralladora a pesar de no ser su lengua materna. 2021 será su año de consolidación definitiva, no solo gracias a las nominaciones que seguramente recogerá por su papel en «Ane», sino también por el estreno de «La hija», de Manuel Martín Cuenca, y de la serie para Netflix «Feria». En estos momento se encuentra a punto de convertirse en alpinista en «La cima», de Ibon Cormenzana, junto a Javier Rey.

¿Cómo era su vida antes de dedicarse a la interpretación?

Estudié Publicidad y Relaciones Públicas, pero, como le pasa a mucha gente, sin saber realmente lo que quería. Cuando terminé la carrera me di cuenta de que no había encontrado mi lugar, no me gustaba, lo tenía clarísimo. ¿Y ahora qué? Me quedé suspendida en medio de la nada, bastante desorientada. No me preocupaba en qué iba a trabajar, sino cómo me iba a sentir haciendo un determinado trabajo. Así que fui demorando el momento de tomar decisiones.

Encontrar aquello a lo que de verdad te quieres dedicar… no siempre es fácil

Creo que mi generación ha estado muy condicionada por los padres y las expectativas que tenían puestas en nosotras. Todos los sueños de ellos proyectados en ti. En ese momento se creía que, si estudiabas una carrera, tendrías un futuro mejor y hemos vivido con esa presión invisible. Luego se ha demostrado que eso no era cierto, fue la mentira que vivimos.

Entonces llegó el teatro para salvarla.

Viajé, fui camarera, estuve en un comedor infantil, llevando producción en una sala de conciertos, también tocaba la guitarra, cantaba en un grupo, hacía fotos... pero nada me llenaba. Recuerdo hablar precisamente de esto con colegas. Tenía una inquietud, una ansiedad dentro que no sabía cómo sacar, cómo liberarla. Hasta que con 25 años me apunté a clases de teatro y fue un descubrimiento automático. Me reconocí en la propia disciplina, en su entrenamiento, tenía que ver con el trabajo del cuerpo y de la mente, de conectarte contigo misma, con lo que sientes y ser consciente de ello. Entonces mi universo cobró una razón de ser.

¿Cuál fue el papel que la introdujo en la rueda de visibilidad?

Yo había hecho cosas pequeñitas, pero todo cambió cuando las directoras de cásting Eva Leira y Yolanda Serrano me llamaron para ser la hermana de Amaia (Marta Etura) en la trilogía del Baztán. Gracias a ellas también conseguí el papel en La peste, de Alberto Rodríguez. Y ahí empezó todo de verdad.

Debió de ser muy impresionante verse inmersa en dos producciones de tan alto presupuesto

Me acuerdo de mi primer día de rodaje en «El guardián invisible». Estábamos en medio de un monte en el Pirineo navarro y empezaron a llegar montones de camiones gigantes. En el cátering había hasta solomillo. Flipé con el despliegue.

¿Y liderar un proyecto?

Pues fíjate que ser protagonista, aunque sea un reto, me ha costado menos que decir una frase en una serie. Si cargas con el peso de una película, es verdad, puede que te la cargues, pero no pensé en esa posibilidad, yo lo único que hice fue currar, currar y currar. Sin embargo, cuando vas a hacer una frase, no conoces a nadie del equipo y si la dices mal, quedas fatal. Es algo que siempre me ha generado mucho malestar. Sin embargo, con «Ane» ha sido un auténtico disfrute en el que he aprendido que, para trasmitir verdad, tienes que sentirla.

En muy poco tiempo le han pasado muchas cosas, ¿cómo las ha ido asimilando?

Siento que estoy en un continuo descubrimiento. Porque no son cambios que te traen una serie de consecuencias y ya está. Es un engranaje mucho más complicado. Así que estoy un poco observando, intentando estar alerta y darme cuenta de las cosas que me pasan. Es curioso, porque mi objetivo vital siempre ha sido tener libertad, no dejarme llevar por lo que se esperaba de mí, no pensar en la mirada del otro, en que me juzgaran. Y, de repente, aparece esta profesión que te pone muy difícil todas estas convicciones, porque es un curro que tiene que ver con la mirada del otro. Además, me he dado cuenta de que, al sentir pasión por actuar, también tengo deseo. Antes no tenía deseo profesional, ahora sí, y eso te hace ser un poco esclava. Así que estoy en esa disyuntiva.

¿Qué deseos tiene?

Quiero más. Más personajes chulos, más proyectos guais. Superarme a mí misma con cada uno de ellos. Pero al mismo tiempo, también quiero pasar tiempo con mi familia, no quiero dejar de estar anclada a la realidad. Y la verdad es que el cine es una profesión muy absorbente, te acapara mogollón, es algo incluso invasivo.

¿Se siente metida en una especie de vorágine?

Desde niña siempre he tenido algo de velocidad, está ahí, es intrínseco a mí. Pero en los últimos tiempos he tenido que tomar decisiones importantes, eso me estresa. Los rodajes también son muy cañeros, y a nivel emocional te desgastas. No me refiero a eso de quedarte pillada con un personaje, pero a veces llegaba a casa y no estaba bien, y me sentía culpable por no estar bien. Por eso me doy cuenta de que se necesita aterrizar. A veces no sabía ni dónde estaba, con dos proyectos a la vez, rodando uno y ensayando otro, cogiendo aviones y durmiendo en hoteles. Estás como en tierra de nadie, como si todo se moviera a tu alrededor y lo vieras pasar. No se cómo formularlo, supongo que tiene que ver con la extrañeza.

¿Por eso no se ha mudado a Madrid o Barcelona y vive en un pueblo de Vitoria?

Es que aquí me desintoxico mogollón. Llego e incluso se me olvida a qué me dedico. Ten en cuenta que yo no sé de qué va todo esto, así que estar aquí me hace poner los pies en el suelo.

La hemos visto encarnando personajes de mujeres adelantadas a su tiempo, como en «La otra mirada» o «La peste». ¿Cree que hay un cambio de mentalidad por parte de los creadores a la hora de escribir personajes femeninos más potentes?

Son personajes que rompen un silencio ancestral. Hacer personajes así me han permitido manifestar mi enfado, ponerme en un sitio de guerra, de lucha, de orgullo. Un lugar que nos sienta bien a las mujeres y que a veces guardamos para complacer o por culpa de la carga del rol que arrastramos. Hay un momento en «La peste» que me gusta recordar para sentirme empoderada: «Puedes violarme, puedes pegarme, pero hay una parte dentro de nosotras que ningún hombre podrá tocar».

¿Es usted guerrera?

Tengo buen humor, mucha paciencia. Pero cuando exploto, tengo mecha corta. Y lo que defiendo, lo defiendo a muerte.

¿Qué cosas no tolera?

Mi termómetro es la dignidad. Es una sensación que conozco por habérmela saltado, por haber hecho cosas que me han violentado y después he dicho, por aquí no. Lo que quiero es ser leal a mi voz, que mi opinión se haga valer, hacer lo que quiera y lo que no quiera, no.