La pandemia no afecta a todos por igual. Mejor dicho, no todos sufren igual sus consecuencias. Es injusto, sí, pero irremediable. Mientras los bares céntricos enfocados al turismo de bajo coste se ven abocados a un cierre inevitable, los restaurantes de ticket medio-alto parecen sobrellevar mejor la tragedia. Comedores amplios con aforos limitados dan mayor sensación de seguridad. Por otro lado, no nos engañemos, esta crisis no afecta a todos por igual. La anterior, aquella crisis financiera de principios de siglo, fue más transversal y se dejó notar más en la restauración de lujo. Nadie tenía un duro y, quien lo tenía, no quería hacer ostentación ante tanta desgracia. Ahora es diferente. La economía sigue y el cliente, lejos de amedrentarse, intenta disfrutar de cada momento ante un futuro incierto. Y, uno de esos restaurantes que sobrevive ante tanta dificultad es Tavella.

Pablo Chirivella ha limitado el aforo más allá incluso de las restricciones legales y la clientela se dispersa de manera segura por los rincones de esta casa señorial. A cambio, Pablo se ve obligado a doblar mesas e imponer un doble turno. En cualquier otra circunstancia algo así sería reprobable. Ahora resulta inevitable. ¿Cómo si no se puede mantener la rentabilidad con las nuevas restricciones que cada semana se imponen a la hostelería? La misma comprensión que yo reclamo, parece asumir la clientela. Seguro que todos preferirían repetir aquellas sobremesas en las que solucionábamos los problemas del mundo con un gin tónic en la mano. Pero ahí estamos, asumiendo de manera responsable que las cosas ahora son diferentes. Y vuelven, o volvemos, a Tavella. No se hace por «apoyar al sector». Eso es un memez. Se va para disfrutar, aunque sea con restricciones, de una buena comida. La hostelería no puede ni debe pedir apoyo al cliente. Debe seducirlo. Inventar nuevas propuestas con las que convencer al ciudadano para visitar su negocio. El cliente no es una O.N.G. , sino un consumidor que elige libremente consumir un producto que le satisface.

Los dos turnos que a diario ofrece Tavella, están siempre llenos. Por algo será, y seguro que no es por caridad. Pablo ha hecho evolucionar Tavella de una manera fabulosa. Calladamente, sin hacer ruido, ha ido llenando su despensa y, más incluso, su bodega. Simplificando su cocina ha hecho más grande el restaurante de Valencia. Ahora una gran vitrina da la bienvenida al cliente. Declaración de intenciones: aquí el producto manda. En la mesa, una enorme gamba roja lo corrobora. Luce un tamaño propio de un carabinero y una cocción milimétrica. No sólo es la gamba. Es el caviar Amur Beluga con habitas de Beniferry, los rodaballos que pasean por las brasas y el resto de mariscos que encuentran rápido acomodo en unas mesas que saben bien a lo que vienen. Esas brasas y esa despensa tiene su complemento en una cocina que se exhibe con prudencia y sensatez en platos como las alcachofas con vaca vieja (que se bañan en un pil pil de la propia vaca) o la ostra (magnífica) con helado de hinojo. Me sorprendió mucho su arroz de pulpo. Pablo aligera el caldo para conseguir que el arroz tenga el sabor del pulpo sin esa potencia tan común en los guisos de pulpo típicos de La Marina, tan potentes que saturan el paladar. Sólo un plato vino a contrariarme. Fue una ventresca con demasiada grasa. Creo sinceramente que la ventresca es un producto sobrevalorado. Sobre todo cuando es de cría, como era el caso. Sólo cuando pruebo ventresca de un atún silvestre me reconcilio con este producto. La sensación que me dejó en boca esta ventresca de cría fue tan pesada que me obligó a reducir la longitud del menú. Luego me arrepentí. El resto de platos fueron tan buenos que al llegar a casa eché de menos haber alargado aún más la comida.